“Hoy vamos a trabajar para el futuro”. Una de las frases de aquel mensaje del 10 de diciembre de 1983 de Raúl Alfonsín, en una jornada que mostraba el ferviente deseo del país de ponerse de pie tras la oscura noche de la dictadura, nos deja un mensaje con el cuero curtido de las cuatro décadas de recorrido por la senda democrática. Un aprendizaje hecho de decepciones –no se pudo cristalizar aquello de que “con la democracia se come, se cura y se educa” y de esfuerzos para que se cristalice el imperio de la ética y de la ley, de luchar contra la corrupción, la inmoralidad y la decadencia: y contra la creencia en los métodos violentos para tomar el poder, así como la necesidad de arraigar la política a su tiempo.
Aquel mensaje inaugural del líder de una democracia bisoña, que encendió con fuerza las ilusiones de un país agotado, llegaba en una situación que bien podría compararse con los tiempos actuales. Una economía devastada –en ese diciembre se estimaba que el año había llegado a un 587% la inflación, que había sido del 19% en noviembre; con acreedores externos que presionaban por la deuda que se había quintuplicado durante la dictadura; con aumentos de precios imparables y reclamos desde todos los sectores sociales, sindicales y empresariales y con todo el aparato secreto montado en el gobierno militar sin desmantelar. Por ello el presidente de la primavera de la democracia hablaba de aprender y sostener la legitimidad de origen de la democracia. “Mucha gente no sabe qué significa vivir bajo el imperio de la Constitución y la ley: pero ya todos saben qué significa vivir fuera del marco de la Constitución y la ley”.
En estos 40 años se ha aprendido mucho de las dificultades y de las necesidades de la democracia. Nuestro país se convirtió en un faro pionero en la defensa de los derechos humanos y de las libertades civiles pero también ha sentido el imperativo de atemperar las fricciones que se generan en las instituciones acorraladas por prácticas espurias y por intereses mezquinos. También se han hecho carne las necesidades de búsqueda de transparencia y del reclamo de las mayorías por su derecho a una vida en paz y de tolerancia. Es dolosamente claro que hay grandes cuentas pendientes. Los índices de pobreza, unida a la exclusión, así como la falta de empleo y la crisis educativa son alarmantes.
Asume hoy un nuevo gobierno, al cabo de un año plagado de incertidumbres y problemas políticos y económicos. Al igual que hace 40 años, esos problemas van a copar de modo insidioso la agenda del nuevo Presidente y las preocupaciones de una sociedad que ansía un cambio en el rumbo crítico que lleva el país. No nos encontramos en el paraíso que añorábamos hace 40 años pero también es cierto que aquella bisoña democracia que emergía del pantano ha madurado como para sostener sus instituciones e incluso para soportar de modo adulto la discusión sobre sus carencias y defectos. Las nuevas generaciones, nacidas en un mundo de libertades, empujan hacia nuevas miradas y nuevos requerimientos, que el sistema debe atender en función de lo que viene. Y el imperativo de hace cuatro décadas viene a empujar con nuevos bríos. No hay que olvidar el pasado; hay que aprender de él y volver a repetir: “la democracia trabaja para el futuro, pero para un futuro tangible”.