Por Mario Flores*

Seis libros de poemas le bastaron a Aníbal Costilla (El Mojón, Pellegrini, Santiago del Estero, 1980) para dejar en claro una trayectoria lo suficientemente prolífica y decidida, enmarcada en un contexto actual de importantes lecturas, para proponerse la tentativa de una narración sincera y sin ornamentos vanos: el lenguaje poético, que muchas veces se inmiscuye sobreactuando el relato, aquí ejercita una variación escenográfica entre dos personajes cuyo diálogo humano (la naturaleza o naturalidad de lo humano, aunque también su degenerada condición humorística e inevitable) se lleva por delante la etiqueta de “novela de viaje”. Combi (de 194 páginas), lejos de ser una oda al transporte interurbano (que podría ser construida en base a referencias reconocibles para el universo endogámico de lo regional), revela un ejercicio de narración reconstructivo, un experimento de conversación que discute lo prosaico y se embelesa en lo filosófico. El paso de la poesía a la narrativa, del poemario a la novela, a veces catastrófico, arroja una edición cautelosa pero que rinde culto a cierto disparate del nuevo realismo. La primera novela de Aníbal Costilla, al principio engaña en la propuesta de un desplazamiento por los lugares comunes de las “novelas de viaje” o los relatos de peregrinación (como, por ejemplo, la extimidad del paisajismo, la metáfora motivacional o el sorpresivo delineamiento de personajes que viven en lo aleatorio), para después desmitificarlos y escenificar (por eso el término cinematográfico) nexos entre diversas historias, como tramas superpuestas que se continúan pero que también se reemplazan: el viaje en la combi, que empieza de madrugada y llega a la terminal de Santiago al amanecer, no pertenece tanto al mundo de los cuentos de ruta o los dichos de pueblo, sino al mundo de la narración, de el universo paralelo parido en lo literario pero que se presenta como la única realidad posible en medio de esa “paz dudosa”.

En esta “Combi” fluyen las historias más interesantes: el nuevo libro de Aníbal Costilla


Los treinta capítulos de Combi, divididos en dos partes, responden a operaciones narrativas que abren y cierran según una consigna tan definida como excéntrica. En una rítmica similar a la experimental Qué hacer de Pablo Katchadjian, donde dos personajes entran y salen todo el tiempo de los capítulos como inaugurando y clausurando tramas que no siempre satisfacen el ordenamiento ortodoxo de la historia, en Combi se nos presentan dos personajes que, si bien uno es el narrador en primera persona de la novela, son más interlocutores: el arte de contar, la composición misma del relato, surge del diálogo, de este entrecruzamiento entre dos tipos que se conocen de la nada: pasajeros casuales (o causales, según los caprichos del misterio, que ejecuta fragmentos casi mágicos en el libro de Costilla), trabajadores desvelados a quienes Dios no los ayuda por el simple hecho de madrugar. Los capítulos de Combi, como en un set fílmico, se ubican en las butacas del vehículo, como un abrirse de telón, una estructura teatral donde cada acto nos presenta a los dos personajes ya ahí, abriendo y cerrando el relato. El narrador, un docente obsesionado con una mujer a la que va a visitar regularmente a la ciudad, comparte asiento con Montecristo, un “escritor inédito” que no escatima tradición literaria en sus intervenciones. De hecho, entre ellos discurren sobre esta misma estructura que los comprende como actores conceptuales más que vivenciales:

“Nunca escribo sobre experiencias personales. Dejo que la imaginación proceda a crear sus propios mundos y sus imposiciones; en fin, sus reglamentos. Me parece demasiado cómodo hacer de mi vida un asunto narrativo [...] Porque la inspiración es un invento de seres inferiores. Hay quienes dicen estar inspirados por no decir que son unos chiflados de mierda. Y vaya a ver sus obras, son todas excremento, por decir algo amable”.

Combi permite que la variación sobre lo aleatorio (en su estructura, en la forma en que recomienza a contarse en cada episodio), también posibilite filosofar y cuestionar el estado de reflexión sobre la literatura, el caos moderno (Montecristo, todo el tiempo, repite: “Se vienen tiempos jodidos”) y el entramado simultáneo de historias y leyendas urbanas; pero también, a la vez, reírse del desvarío filosófico, de los discursos y los postulados, de Dios y del amor: acaso la contracara de esta novela, que no se resuelve porque no es el sostén de su arco dramático, como sí lo es este juego de puertas capitulares, que abren en viaje y cierran en arrivo. ¿Cómo se regenera la narración si opera en términos escénicos? En los territorios íntimos del lenguaje que cada personaje, hasta lo afirma el escritor inédito, que lanza máximas gratuitas: “La voz es una condición de realidad”.


Entonces aparecen (se inauguran, se charlan) historias sobre cementerios y aparecidos, actores ladrones y tíos curanderos, amores que solamente existen tras las rejas y kilos de merca que reposan bajo los asientos. De hecho, el nexo natural entre los dos personajes son modulaciones del mismo carácter: el narrador, obsesionado con una mujer que conoció una vez en ese mismo viaje, va a la capital a buscarla. El escritor inédito, el que oficia como incógnita pero también como aportador de hilos conductores, va a a cárcel a visitar a su esposa, condenada a prisión perpetua por acuchillar a una que le estaba bailando pegado a su marido. En ambos núcleos narrativos, el pasado los dota de un capacidad para el desenvolvimiento de los cuentos (se mienten y se ríen, se intercambian chismes de esquina y leyendas de ultratumba, mientras la combi se acerca a la terminal), y ambas mujeres son apenas siluetas temáticas, relatos yuxtapuestos. “Nadie es indigno de dejarse guiar por la sorpresa”, dice Montecristo, y en ese acto de propugnar ciertas certezas sentimentales, reivindica el montaje de la novela.

“Nadie termina de entender nunca la obra de nadie. Esas son patrañas de los críticos petulantes”, dice el escritor inédito que también es funcionario público, un libertino que le recomienda al narrador que lea a Dante y Rimbaud, que al cabo de los capítulos, llegando al final de la novela, se posiciona como “maestro”. Cuatro veces el narrador le dice “maestro”: “No sea tan pesimista, maestro”, “¡Lo escucho, maestro!”, “No sea tan exigente, maestro”, “Disculpe, maestro”. El personaje, que emerge de una racionalización aleatoria del viaje (una novela que es un recorrido urbano, con paradas y pasajeros, con subida y bajada), después se apodera de la atención, del tono, de la condición de demiurgo. Se vuelve maestro. Por eso el afán de la alegoría de Dante y Virgilio, pero en clave de frontera.

Al principio, la conversación parece forzada, teatral, romántica. Los monólogos de Montecristo, sobre el ser poeta, sobre la falsedad de la poesía, sobre el discurrir de la vida, son faltos de naturalidad, como un amateur que lee en voz alta un libreto del siglo dieciocho. El narrador lo nota, devela el armado de la voz: “El profesor no me respondió. Parecía concentrado. En ocasiones así, esto daba paso a una instancia casi unidireccional en el desarrollo de la charla”. Después, a la hora de contar los secretos del amor imposible, del impetuoso propósito de cada viaje (de cada capítulo del libro), el narrador copia esta impostura: se hace poeta, se hace filósofo, se hace amante. Y en esa charla con André, no tan aburrida pero igual de metafísica, Montecristo inscribe en un único estándar las historias sobre niños aparecidos de la nada que se saben de memoria los infinitos pasillos de los cementerios y la cuestión de si las mujeres vienen bien de tetas. Lo que brilla en la lejanía, como el parpadeo de una luciérnaga agonizante es, en realidad, un puesto de choripán al costado de la ruta.

EL AUTOR. El docente santiagueño Aníbal Costilla habla en su libro de la geografía profunda de su provincia.

Hay una especie de suerte mántrica en el montaje de esta novela, que reitera escenografías con el propósito de profundizar cada vez más en la naturaleza del sitio, a través de una charla hilarante (incluso cuando relatan cadáveres de animales a los que les sacan los ojos) que discrepa sobre casi todo, no por pura morbosidad del inevitable camino a la muerte, sino por lo que sucede en medio o detrás de lo que se cuenta: “El único camino es la muerte. No sé porqué la palabra camino tiene tanto prestigio”. Por eso, Combi no es una novela de viaje ni aventuras, sino una serie de caminos alternativos: pasajes que se abren y cierran, no buscan la verdad del camino (sino la novela se llamaría, patéticamente, “El viaje de la vida” o algo así de burdo), sino que se levanta sobre sus dialectos opuestos, vivencias opuestas, enigmas de lo opuesto. “Al poseer alma, sentimos el llamado natural de la existencia, permitiéndonos ser testigos de un acto creador, perfecto y original”.


*Mario Flores (Tartagal, Salta, 1990) es escritor y editor. Publicó Hikaru: el poder de los elementos (2018/2022), Cacería (2022) y Diosas mutantes (2023). Recibió el Premio Literario Provincial de Salta por Necrópolis (2018) y la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes (2019, 2021 y 2023). Participó en la residencia ENCIENDE de la Bienal de Arte Joven (2017) y en el 13° Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires (2018).