Desde fines del siglo XIX, con la encíclica “Rerum Novarum” del papa León XIII, basamento de la Doctrina Social de la Iglesia, la génesis común del liberalismo y el marxismo se ha ido verificando históricamente, como caras de una misma moneda. Por eso, no es de sorprender que en tema tan central como la cultura, el ultraliberalismo de Milei y el gramscianismo (marxismo) kirchnerista se asocien. Y es tan central este tema -por encima de la economía y la misma política-, que San Juan Pablo II afirmaba que “la cultura es el fundamento de la vida de los pueblos, la raíz de su identidad, el soporte de su supervivencia y de su independencia; el modo específico de existir y de ser del hombre”. Es el resultado de un colosal y silencioso proceso realizado por un pueblo durante siglos, con elementos únicos e irremplazables, producidos, usados, comunicados, amados y legados de generación en generación. De ninguna manera puede “ser hecha” por un puñado de ideologizados artistas, por más geniales que sean. Se mezclan aviesamente los conceptos de cultura y arte, en una confusa sinonimia, de manera que “los que hacen arte” casi necesariamente “hacen cultura”, ocultando que las manifestaciones artísticas de un pueblo son sólo una de las muchas expresiones de su cultura, y eso, si contiene sus valores troncales en los que se ha generado y de donde adquiere legitimidad y trascendencia. A las raíces de esos valores se refería Perón: “Del maridaje de héroes y dioses, filósofos y artistas de la vieja Atenas; de los reflejos imperiales de la Antigua Roma redimida por el Signo de la Cruz; de la fusión de la Ley de Dios y el derecho romano que supo amalgamar con sentido ascético nuestra Madre España, ha de salir, de nuestra tierra americana, por la unión entrañable de su ancestral señorío y nuestra esplendorosa juventud, la nueva fórmula humanística que eleve al hombre a las más altas cimas de la civilización” (Congreso Nacional de Filosofía, 1949). La cultura hispanocriolla. Renegar, cuestionar o degradar esos valores significa quedarnos sin cultura, quedarnos “sin ser”, como decía el Papa, dejar de existir. Pero todo esto ignoran o desprecian los “artistas” apañados por el kirchnerismo y los flamantes funcionarios del liberalismo (LG, 13/01/24, pág.5), cuando su “enfrentamiento” pasa solamente por el presupuesto: los “artistas” defienden los logros económicos, y el libertario secretario de cultura, Leo Cifelli, su reducción o anulación. Para él, la cultura “es una herramienta de transformación”. ¿Una herramienta? ¿Quién la maneja; hacia dónde dirige esa “transformación”? Más confuso aún, agrega que esta mera herramienta es “creadora de identidad”, en una cabriola conceptual inadmisible (“fundamento”, “raíz”, “soporte”, “modo de ser”, dice Juan Pablo II, ¡qué diferencia, ¿no?!). La cultura es el ser vivo de una nación, y, como tal, debemos contribuir a su permanente enriquecimiento y consolidación. No es algo estático que puede ser “creado” a piacere (no se “crea cultura”, eso es una aberración; se crea o se recrea arte plástico o teatral, por ejemplo) y, por lo tanto, “transformado”, es decir “manoseado”, hasta como la misma Constitución. Es de naturaleza tan exquisita y sublime que, así como se desarrolla durante siglos, puede ser destruida en pocos años y casi irreversiblemente, como en Europa. Entonces, para el libertario, enfermo ideológicamente de economía de mercado, y para estos “artistas”, enfermos ideológicamente de teoría de género, indigenismo, lenguaje inclusivo y lucha de clases, semejante dimensión es incomprensible, como la noción misma de Patria que se sostiene en esos valores, o no se sostiene en absoluto, y por lo tanto, ambos actores se asocian en la degradación de la cultura nacional y su inevitable consecuencia; nuestra esclavitud en manos de los poderes mundiales, para quienes somos apenas proveedores de valiosas materias primas, recursos naturales, y excelentes profesionales, formados por nuestras Universidades gratuitas, sostenidas trabajosamente por el esfuerzo colectivo a través del Estado argentino.

Arturo Arroyo

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