Todo se borrará en un segundo. El diccionario acumulado de la cuna hasta el lecho de muerte se eliminará. Llegará el silencio y no habrá palabras para decirlo. De la boca abierta no saldrá nada. Ni yo ni mí. La lengua seguirá́ poniendo el mundo en palabras. En las conversaciones en torno a una mesa familiar seremos tan solo un nombre, cada vez más sin rostro, hasta desaparecer en la masa anónima de una generación remota.
Con fondo de hambre y miedo, todo se contaba desde el nosotros.
Hablaban de Pétain encogiéndose de hombros, demasiado viejo y ya chocho cuando fueron a detenerlo porque no podían hacer otra cosa. Imitaban el vuelo y el zumbido de los V2 dando vueltas en el cielo, mimaban el espanto pasado, simulando las deliberaciones en los momentos más dramáticos, qué hago yo ahora, para mantener el suspense.
Era un relato lleno de muertos y violencia, de destrucciones, narrado con un júbilo que parecía querer desmentir por intervalos un «nunca más», vibrante y solemne, seguido de un silencio, como una llamada de atención dirigida a algún poder oculto, remordimiento de un goce.
Los días festivos después de la guerra, en la interminable lentitud de las comidas, surgía de la nada y tomaba forma el tiempo ya empezado, ese que a veces parecían detener los padres cuando olvidaban contestarnos, con la mirada perdida, ese tiempo en el que no estábamos, en el que nunca estaremos, el tiempo de antes. Las voces mezcladas de los co- mensales componían el gran relato de los acontecimientos colectivos a los que, a fuerza de escucharlos, nos parecía haber asistido. No se cansaban nunca de contar el invierno del 42, glacial, el hambre y el colinabo, el avituallamiento y los cupones para el tabaco, los bombardeos la aurora boreal que había anunciado la guerra las bicicletas y las carretas en la Derrota, las tiendas saqueadas los siniestrados rebuscando entre los escombros en busca de sus fotos y su dinero la llegada de los alemanes.
Ser jóvenes era tener un destino, el matrimonio.
*Fragmento.