Por Walter Gallardo
Para LA GACETA - MADRID
Una buena parte del trabajo periodístico consiste, sin duda, en estar atento a los hechos imprevisibles. Y aunque la muerte también es uno de ellos, a la sección de obituarios no la debe tomar del todo desprevenida. Un escritor de necrológicas es, ante todo y aunque parezca un sarcasmo, alguien con una aguda perspectiva de futuro y un disciplinado sentido de la anticipación.
Así, los obituarios de personas renombradas -no confundir con personas buenas- o con una historia relevante en algún ámbito se escriben mucho antes de su muerte. Incluso puede suceder que quien escriba el texto se marche antes de este mundo, como ocurrió con Mel Gussow, firmante del obituario de Elizabeth Taylor en The New York Times: fallecería seis años antes que la actriz. Cuando tocó publicarlo, el diario se encargaría de explicar los detalles. Lo mismo pasaría con el actor Bob Hope: murió a los cien años y tuvo ocasión de acudir, muchos meses antes, al funeral del redactor de su necrológica, el crítico de cine Vincent Canby.
En la película “Closer”, Jude Law interpreta a un escritor frustrado que trabaja como redactor de obituarios. Describe su espacio como “la Siberia del periodismo”, el lugar donde sólo se va a parar por un castigo o por la falta de talento. Pero quizás no es más que una hipérbole cinematográfica. En particular, los periódicos de habla inglesa hace mucho, tanto como 400 años, que consideran las necrológicas casi un género literario, una forma elevada del oficio, que requiere de profesionales especializados en retratar a los muertos o futuros muertos (si es posible pensar que esa condición es más propia de unos que de otros) con un lenguaje exquisito y un estilo alejado del elogio fácil o la indulgencia. Aun más: en ocasiones se redacta la pieza en colaboración con el protagonista y se consulta a sus allegados para corroborar datos. Una suerte de última conversación en el andén.
“Cuando la muerte y la vida se juntan en la forma de un elaborado obituario, demuestran la potencia y la fascinación de un antiguo arte periodístico”, escribe Nigel Starck en su libro Life after death. Y tiene razón. En definitiva, son piezas que no tratan de la muerte sino de la vida que se ha tenido.
De esto sabe mucho Damian Arnold, el editor de obituarios desde hace quince años en The Times. Su dedicación es exclusiva. “Lo primero que hago al despertar es averiguar quién ha muerto”. Esto implica revisar las noticias de las distintas agencias, de otros periódicos y de WikiDeaths que cuenta con la ayuda de un preciso localizador por ciudad, provincia o, si se prefiere, por país. Lo siguiente es hacer una selección. Escribe alrededor de tres obituarios a la semana: el más extenso se lleva el privilegio de unas 2.000 palabras. Con humor, algún medio aseguró: “Si te mueres, Arnold lo sabrá”. Mientras tanto, su equipo nunca descansa: almacena y edita con regularidad alrededor de 7.000 necrológicas, todas ellas listas para ser activadas con un simple golpe de tecla.
A pesar de la esmerada entrega que demanda, la tarea tiene también sus contratiempos. Uno de ellos es que coincidan dos circunstancias: que la muerte se produzca a horas inconvenientes para los tiempos de un periódico y que, además, no haya un borrador en archivo. Si esto sucede a punto del cierre de la edición, la necrológica puede sufrir en calidad. Lo ideal, dice Arnold, como si se pudiera elegir, es que el protagonista del obituario vaya dando señales de su inminente partida o si ésta llega repentinamente, que sea durante la mañana. Como ejemplo de un día en apuros, menciona al legendario jugador de cricket Shane Warne. Murió de un infarto a los 52 años, avanzada la tarde de un día de marzo. No había nada preparado. ¿Qué hizo? “En realidad, tuve suerte -confiesa Arnold-. Mi gran afición a este deporte me permitió terminar un texto decente antes de las 6”.
Del otro lado del Atlántico, fue altamente valorada la colección de obituarios de Alden Whitman, jefe de esa sección en The New York Times entre 1964 y 1976. Era conocido como “El ángel de la muerte”. Pese a ello, una llamada suya significaba un buen sitio en la posteridad. Viajó alrededor del mundo para entrevistar a prominentes y potenciales candidatos. Su colección, casi biografías en miniatura, incluían figuras notables: Pablo Picasso, Vladimir Nabokov, Charles Chaplin o Graham Greene. En conversación con Gay Talese, Whitman dijo seguir una sola regla: “Somos nosotros quienes llamamos; no aceptamos llamadas ni sugerencias”. Tal vez por ese motivo, algún día el ex presidente Harry Truman le abriría la puerta de su casa con resignación: “Ya sé por qué estás aquí y quiero ayudarte en todo lo que pueda”.
No obstante, muchos insisten por su cuenta en ser objeto de una necrológica. Anthony Howard, otro destacado escritor de obituarios, confesó que siempre lo había sorprendido el número de personas que se acercan a los periódicos para entregar una laudatoria autobiografía. En un ataque de candidez o de tardía soberbia, incluyen en ellas frases como “era un hombre de inusual encanto” o “sus talentos nunca recibieron el reconocimiento que merecían”.
En cualquier caso, y como se comprenderá, todo debe acabar de una sola manera para esperar un lugar en esas páginas. Con algo de fortuna, si es que cabe aquí la palabra, seremos uno de los pocos elegidos entre las 150.000 personas que se despiden cada día de este planeta. Y aun cuando esto pudiera ocurrir, nada nos garantiza que hablen bien de uno. Pero ese es otro tema, quizás para una segunda parte de esta nota.
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Walter Gallardo – Periodista tucumano radicado en España.