Samuel “Lito” Scholnik lanzó al ruedo hace varios años un texto exquisito sobre la bicicleta en el que señala que “no hay condición más modesta que la suya: antecesora del avión, prima del automóvil, hermana de la motocicleta, se distingue empero de sus rumbosos parientes en que no promete sino lo que es capaz de dar…“. La bicicleta es, según el talentoso Lito, doctor sutil de la filosofía, una suerte de “ave pedestre”.
La bicicleta es más que una manera más rápida de caminar o más económica y ecológica de manejar. Forma parte de nuestras vidas, de nuestra infancia y cada vez más tucumanos la han incorporado a su vida adulta también. La bicicleta ha recibido además “el envión” de la tecnología, así que si bien, como dice el filósofo, no promete más de lo que es capaz de dar, lo cierto es que cada vez puede dar más. La industria “bikera” está en un punto altísimo de producción y en superación continua de sus resultados: bicicleta de carrera, bicicross, camicleta, patacleta, mountain bikes, bicis plegables y triciclos urbanos -¿quién no vio al economista discípulo de Schkolnik en su bicicleta reclinada?
El problema es que las bicicletas deben convivir con los autos, otra creación de la modernidad. Un dato interesante es que aquí en Tucumán jamás les llamaremos “coches”o “carros”. Quizás en la voz “auto” hay una intuición respecto a que ellos tienen su propia voluntad.
El poeta Heathcote Williams escribió por el año 1991 un poemario llamado “Autogedon” donde se remarca los problemas que nos trajeron los carros de combustión interna.
“Si un extraterrestre flotara a unos cientos de metros sobre el planeta, se le podría perdonar que pensara que los automóviles son la forma de vida dominante, y que los seres humanos son una especie de unidad ambulatoria de combustible: inyectadas cuando el automóvil desea ponerse en marcha, y expulsadas cuando se gastan”.
Un conflicto adicional se presenta cuando estas dos formas de locomoción deben convivir, a su vez, con otros seres, algunos pretéritos, a saber las motos, los ómnibus y los seres humanos.
Una muestra de fricción diplomática entre estas dos geniales formas de locomoción lo constituye el deporte extremo que podemos llamar “puerting”. Se necesitan al menos cuatro jugadores: el abrepuertas indolente, el velocista salvaje y al menos dos pobres estúpidos que pueden ser ciclistas o conductores.
Vamos con el rol del ciclista pobre estúpido. Es quien debe esquivar las puertas que se abren sin aviso previo, a gran velocidad y de gusto. La ronda termina con una enorme cantidad de insultos de gran calidad, dirigidos hacia él. Jamás con una disculpa. Si se hiciera carril exclusivo para estos pobres ciclistas sería una línea llena de epiciclos repentinos en cada posible lugar de estacionamiento.
A su vez, el conductor pobre estúpido tiene su propio papel, nada sencillo y debe contar con las destrezas del caso. Porque la contrapartida de los abrepuertas indolentes es esta subespecie de bikers extremos, los velocistas salvajes, que dirigen sus aves pedestres dentro de la delgada calle cuyo ancho coincide con el ángulo recto que se dibuja cuando se abre la puerta de los autos que va dejando a su paso, casi rozando los retrovisores del lado del conductor. El que quiere usar su auto o dejarlo y pasar a modo peatón (siguiendo a Heathcote, sería el que es utilizado o descartado por su auto) no la tiene fácil. A saber, si el asunto es salir del vehículo, entonces debe descender en menos de un segundo, (suele persignarse antes) y correr despavorido hacia la vereda donde se suceden escenas emotivas, abrazos y agradecimientos cuando ha alcanzado el césped o el mosaico que opera como la “piedra” en la escondida o el “salvo” de juegos de esa estirpe. No se tiene que relajar porque a veces se combina con otra disciplina, la de las motos por la vereda.
En el caso de que el asunto sea subir a su auto, el conductor pobre estúpido debe deslizarse pegado a la carrocería, como en una cornisa mientras estos bikes le despeinan el flequillo (suelen circular en mangas). Así, rápido como lengüetazo de caraguay, al primer hueco entre ciclistas toma valor para abrir la puerta dos radianes y meterse. Los que saben dicen que es una enorme satisfacción cuando se logra uno sentar en su auto estacionado, digamos, en la avenida Perón, aunque haya dejado una oreja en el burlete de la puerta y eso haga que suene la alarma de puerta mal cerrada, información que surge desde luego de la oreja restante.
El problema ético surge cuando uno no quiere jugar porque para esta gente desconoce cualquier “alto taco”.