Alfonsina Storni se interna en el océano infinito; Alejandra Pizarnik compone su propio requiem -quiero ir nada más que hasta el fondo- y se sumerge en las pastillas. En la absoluta soledad de un recreo de San Fernando, con el frondoso delta del Tigre al alcance de la mano, Leopoldo Lugones mezcla whisky con cianuro y decide que a él, poeta de la patria, le ha llegado su propia hora de la espada. Ahogado por la fuerza extraña y letal de ese cóctel, Lugones, buque insignia de la literatura argentina, se hunde en su irremediable tristeza. Como Alfonsina, como Pizarnik. Tiene 63 años.
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Se terminaba el Gobierno de Sarmiento cuando empezaba la vida de Lugones. 13 de junio de 1874, un siglo y medio atrás. Lugones vivirá deslumbrado por el comienzo del “Facundo” (¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo!). Pero la admiración por Sarmiento y el altar al que lo subirá en su construcción hagiográfica de títulos y autores no serán suficientes para consagrar al “Facundo” como el libro nacional. Lugones y Ricardo Rojas canonizarán al “Martín Fierro”. ¿Y si hubiera sido al revés? ¿Seríamos un país diferente? ¿Tal potencia puede alcanzar ese dispositivo cultural -un libro- en la esencia de una sociedad? Se lo preguntará más de una vez Borges y lo analizará Carlos Gamerro en el ensayo “Facundo o Martín Fierro-Los libros que inventaron la Argentina”.
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Lugones y Rojas se ponen al hombro la Generación del Centenario. Son jóvenes, ambiciosos, determinados, un tándem formidable y fundacional. La naciente Argentina necesita un relato y ellos se lo proporcionan. Mientras millones de inmigrantes bajan de los barcos y el mapa social se reconfigura a la máxima velocidad, Lugones y Rojas levantan un dique llamado tradición. Determinan entonces que en esa tierra de mieses y ganado, fertilizada por el trabajo del hombre simple del campo, late el corazón de la nación. No será el positivismo cientificista ni la utopía industrial lo que nos constituya, sino la pureza del gaucho. El gaucho que, según Sarmiento, sólo servía para regar la tierra con su sangre; ese mismo gaucho taimado, quejoso y holgazán que José Hernández rima en el “Martín Fierro”, se erige desde el pensamiento de Lugones como el arquetipo de algo nuevo: la argentinidad. Porque hay una segunda parte del poema, la vuelta, cuando Fierro acepta las generales de la ley, forma familia, va a la iglesia y hasta deja consejos moralizantes. De todo esto dará cuenta Lugones en “El payador”, serie de conferencias brindadas en el porteño teatro Odeón. Es 1916 y Lugones trepa a la cima de su prestigio.
Leopoldo Lugones y el oficio de escribir*
Ulyses Petit de Murat y Homero Manzi asumieron el desafío de llevar a Lugones al cine. Juntos leyeron varias veces los cuentos de “La guerra gaucha”, los debatieron, los desmenuzaron, hasta que encontraron el tono preciso y convirtieron el libro de Lugones en un guión. La película, dirigida por Lucas Demare, sigue ocupando un lugar privilegiado en la cinematografía nacional. Es, una vez más, Lugones y el gaucho; pero en este caso no el manso campesino de la pampa, sino el soldado infernal comandado por Güemes. Los gauchos como última frontera de la resistencia a las invasiones realistas. El gaucho patriota y heroico, sublimado por la pluma de Lugones. “La guerra gaucha”, publicado en 1905, tiene mucho del Lugones cronista, a partir de su minucioso recorrido por los escenarios salteños en los que se desarrolla la historia. La película se estrenó en 1942. Sin Lugones.
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Más de 100 años antes de “Black Mirror”, Lugones fascina con sus relatos fantásticos. Es fiel al espíritu clásico de la ciencia ficción; metaforiza sobre las incertidumbres de su tiempo, los peligros de una ciencia desbocada, las conjeturas acerca de un futuro posible. Todo con la forma de cuentos. “Las fuerzas extrañas” (1906) provoca perplejidad en su momento. Lugones ha ido demasiado lejos con algunos temas, suena entre críptico y osado. Es que hay un Lugones esotérico, masón, teosófico; adicto a médiums y a espiritistas. Un Lugones que adivina presencias fantasmales mientras reniega, una y otra vez, del pensamiento religioso. Se arrepentirá en los instantes finales, reconciliado con la fe. Pero antes, en especial durante sus excursiones europeas, vivirá abrazado a “La doctrina secreta” de Madame Blavatsky, muy de moda en círculos intelectuales decimonónicos. Gauchos y ocultismo. Pero la complejidad de Lugones va mucho más allá.
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Lugones es un converso irredimible. El socialista apasionado que firma artículos incendiarios contra el régimen termina expulsado del partido cuando apoya la candidatura a la presidencia de Manuel Quintana. El liberal/conservador del Centenario, tan a la Argentina, virará al neofascismo y con gravísimas consecuencias. Sucedió en Lima, en 1924.
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Llega Lugones a la capital peruana, donde se celebran los 100 años de la batalla de Ayacucho. Ha preparado un discurso, lo extiende, lo lee. Lugones detecta un mal que corroe a las sociedades, un jinete del Apocalipsis que deambula por la Tierra sembrando el caos. Es el socialismo, el anarquismo, los ecos de la Revolución Rusa que resuenan por las grandes capitales. Lugones propone un antídoto:
“Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada... El pacifismo no es más que el culto del miedo, o una añagaza de la conquista roja, que a su vez lo define como un prejuicio burgués. La gloria y la dignidad son hijas gemelas del riesgo; y en el propio descanso del verdadero varón yergue su oreja el león dormido”.
El huevo de la serpiente se incuba durante seis años y en 1930, cuando el general José Félix Uriburu derroca al Gobierno constitucional de Hipólito Yrigoyen, esgrimirá las palabras de Lugones como si de las tablas de la ley mosaica se tratara. Ahí está Lugones entonces, el think tank de carne y hueso cuya idea germinará con la terrible armadura de la violencia armada. La hora de la espada será, entre 1930 y 1983, el credo del golpismo vernáculo.
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Si Italia tiene a Gabriele D’Annunzio y Francia a Víctor Hugo, Argentina tendrá a Lugones. Será que toda patria necesita un poeta que la cante, la narre y la honre. Borges no tiene dudas: no puede ser otro que Lugones. Y lo escribe a modo de epitafio: “decir que ha muerto el primer escritor de nuestra república, decir que ha muerto el primer escritor de nuestro idioma, es decir la estricta verdad y es decir muy poco”. Pero en esa relación subyace, no podía ser de otro modo, la tirantez de los egos y, por supuesto, el zeitgest de los 20 y los 30. Borges admira a Lugones, lo elogia, pero también lo critica y lo recela. No está claro si quiere escribir como Lugones, pero le encantaría ocupar ese sitial en la cultura nacional. Entonces sentencia que la poesía modernista de Lugones es barroca y artificiosa. ¿Eso lo convierte en un falso discípulo? (título de una admirable muestra montada por la Biblioteca Nacional de Maestros y la Biblioteca Nacional Mariano Moreno). Lo cierto es que desde hace más de un siglo las cepas poéticas legadas por Lugones vienen siendo sobreanalizadas, porque Lugones escribió mucho, pero muchísimo más se escribió sobre Lugones. Un mar de biografías, ensayos, ficciones y disecciones literarias en la que el cuerpo literario de Lugones se desperdiga en infinidad de trozos.
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¿Y qué hay del hombre que acaba con su vida -triste, solitario y final- en un recreo del Tigre? ¿Es un hombre atormentado por el amor no correspondido de la joven Alicia Domínguez? ¿Es un hombre espantado por la ferocidad de su hijo “Polo”, el comisario a quien se atribuye la invención de la picana eléctrica? ¿Es un hombre arrepentido por algo -o mucho- de lo que hizo, de lo que pensó, de lo que escribió? ¿Rememora Lugones los pasos por su Villa María natal, por la infancia santiagueña, por la educación cordobesa? ¿Está desencantado Lugones de esa Buenos Aires a la que conquistó, de la que fue amo y señor, y que de repente le dio la espalda? Y algo ignora Lugones, décadas después su nieta “Pirí” accederá a otra macabra categoría: desaparecida. Las últimas horas de Lugones son un misterio introspectivo. Como los de Alfonsina Storni, como los de Alejandra Pizarnik.
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¿Dónde está Lugones hoy, a 150 años de su nacimiento? ¿Quién lee a Lugones en 2024, época que a los ojos de la Argentina del Centenario representaba un viaje a lo desconocido? ¿Quién relaciona a Lugones con las operaciones políticas y culturales que cruzaron a la Argentina del último siglo? ¿Dónde está Lugones en ese imaginario nacional solidificado por sus propias convicciones? Una sombra ya pronto serás, puede haberse dicho Lugones, de frente al espejo, antes de apurar esa mezcla de whisky y cianuro que lo transportó a una rarísima inmortalidad.