Por Walter Gallardo
Para LA GACETA - MADRID

En aquel verano de 1936 apenas quedaba espacio para respirar libremente en Europa, sobre todo si se era judío y, además, escritor. Tal vez por ello, Joseph Roth y Stefan Zweig eligieron un balneario en el mar del Norte, mirando hacia fuera del continente, para pasar una temporada juntos. Fue en Ostende, Bélgica.

Sus obras ya estaban prohibidas en Alemania. Tres años antes se había producido una quema masiva de libros como advertencia severa de lo que valían las ideas críticas o independientes, o sólo las ideas. En tanto, los Juegos Olímpicos de Berlín, ese mismo año, daban un nuevo brillo y protagonismo al régimen que había encendido aquella hoguera. El odio, sustentado en un inverosímil apoyo popular, se extendía sin control.

Se sumarían a estas vacaciones y tertulias otros escritores e intelectuales que compartían la presunción de que una gran catástrofe se aproximaba y que la muerte o el exilio eran las arbitrarias opciones. Vivieron esos días como una despedida, y de hecho finalmente lo fue. Hubo celebración, discusiones acaloradas, fraternidad y una profunda nostalgia como anticipo del inminente adiós. Los dos tomarían caminos distintos, aunque igual de dolorosos y autodestructivos.

Por entonces, Roth era el cronista de la vida cotidiana con un gran número de lectores. Sus textos, chispeantes, ingeniosos e incisivos, eran breves narraciones entre literarias y periodísticas. Sabía ver lo que otros sólo habían mirado y luego ponerlo en palabras como si contara una anécdota en un café. Sin embargo, este era el oficio de supervivencia que le permitía solventar sus proyectos más ambiciosos: las maravillosas historias de ficción de sus relatos y novelas. La marcha Radetzky, Fuga sin fin o El profeta mudo pueden atestiguarlo.

Natural de Brody, en los confines del imperio austrohúngaro, las nuevas fronteras establecidas después La Gran Guerra lo habían despojado de país. De hecho, la búsqueda o la pérdida de una identidad se convertirían en los temas centrales de su obra y su forma de vida. Casi nunca tuvo un domicilio fijo, prefería la precaria provisionalidad de los hoteles. Les declaraba abiertamente su amor, quizás porque le permitían despedirse sin sentimentalismos ni remordimientos. Incluso acabaría dedicándoles un libro: Hotel Savoy. En ellos o en los bares escribía con la urgencia de unos bolsillos siempre vacíos, aunque imponiéndose una disciplina casi incompatible con su vida desordenada. En medio de su lucha por los agobios económicos (su amigo Zweig lo socorría con frecuencia) y una inmanejable vida familiar (su esposa sufría de esquizofrenia), Roth ahondaría su pasión incontrolable por el alcohol. Moriría en París, en 1939, con apenas 44 años, poco después de acabar esa rara joya titulada La leyenda del Santo Bebedor, huérfano de patria, resentido con su suerte personal, crítico con una Europa entregada al totalitarismo y en la soledad que saben deparar las grandes capitales. Su pesimismo era tan hondo, hecho de un agresivo autodesprecio, que escribiría en una carta a Zweig: “ser amigo mío es funesto”.

Para Zweig, aquel verano comenzaría un exilio sin retorno, una suerte de peregrinaje existencial: Inglaterra, luego Estados Unidos, una estancia muy celebrada en Argentina y por último Brasil. En cada lugar sería recibido con aprecio y admiración, aunque nada podría amortiguar la angustia por la distancia con su Austria natal y la pérdida de su territorio a manos de unos bárbaros sin clemencia ni escrúpulos políticos. En Petrópolis, el 22 de febrero de 1942, en pleno auge de un nazismo que parecía imparable, él y su segunda mujer, Lotte Altman, decidieron poner fin a sus vidas. La escena real se parecía a la claudicación de Jeremías, aquel profeta que predicaba en vano. Era, no por casualidad, el nombre que había escogido para una de sus pocas obras de teatro. En ella dejó una advertencia, casi un grito ante una sociedad sorda, sobre la tempestad que amenazaba a occidente. Aunque las razones de su abrupta despedida fueron desconcertantes o inexplicables para muchos, en realidad estaban minuciosamente descritas en una obra cuyo título inigualable anticipaba el derrumbe del universo al que él había pertenecido y ahora el nazismo demolía con saña: El mundo de ayer.

Aquella amistad entrañable entre Roth y Zweig se basaba en el atractivo de las diferencias: nada había en común entre ellos, ni siquiera sus formas de asumir el papel de escritores; tampoco en la naturaleza y el estilo de sus obras. Las pruebas al detalle están en la intensa correspondencia que intercambiaron durante años. Roth, pese a su inmenso talento, vivía de los milagros cotidianos, como un trapecista sin red, dispuesto a decir lo que pensaba, pese a todos los peligros. Y no sólo era osado en sus columnas periodísticas sino también en sus historias de ficción. En cambio, Zweig jamás había experimentado la pobreza. Su padre Moritz fue un acaudalado fabricante textil y su madre Ida provenía de una familia de banqueros italianos. Ordenado y detallista, se concedía todo el tiempo necesario para acabar su trabajo. A esa disciplina y calma le debemos obras monumentales como las biografías de los Tres Maestros: Balzac, Dickens y Dostoievski. O el libro Momentos estelares de la humanidad, buscado cada día en las librerías de todo el planeta.

Los emparentaba, en cambio, la decepción y el amargo, pero acertado presentimiento de que el mundo de la razón y la inteligencia estaba siendo destruido por la impertinencia del ignorante y la saña del salvaje. “La palabra ha muerto, los hombres ladran como perros”, decía Roth. En tanto, Zweig reconocía con resignación ante el periodista Joseph Brainin que el fin había llegado: “No somos sino fantasmas y recuerdos”.

No triunfó militarmente el totalitarismo, pero nada fue igual desde entonces. Su rastro ideológico ha perdurado y de vez en cuando resucita en personajes grotescos que presumen de un mensaje nuevo. Aunque sólo se impongan por épocas, no dejan de ser peligrosos espectros vivientes que burlan la frágil memoria del ser humano para anular a la sociedad y convertirla en lo que Zweig llamaba “una sombra”, es decir, la silueta alargada de la pesadumbre que proyecta cada cuerpo al caminar de espaldas a la luz en los momentos más tenebrosos.

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Walter Gallardo – Periodista tucumano radicado en España.