Todos sabemos que la actividad física es buena para la salud, tanto física como mental. Sin embargo, a pesar de tener las mejores intenciones, a muchas personas les cuesta convertir esa intención en acción. Esto revela una brecha importante entre lo que queremos hacer y lo que realmente hacemos. 

Estudios recientes sugieren que el paso de la intención a la acción puede ser casi aleatorio. Aunque hay varias teorías que intentan explicar esta brecha, ninguna parece ofrecer una respuesta completa. Por eso, vale la pena detenernos en un posible factor clave: la teoría de la minimización del esfuerzo en la actividad física.

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Esta teoría propone que los seres humanos, debido a su evolución, tienden a evitar gastar energía innecesariamente en sus actividades cotidianas. Este comportamiento tenía mucho sentido en el pasado, cuando la supervivencia dependía de conservar energía para luego poder cazar, recolectar y enfrentarse a un entorno peligroso. 

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Hoy en día, vivimos en un mundo muy diferente, lleno de comodidades y con pocas amenazas reales. Sin embargo, nuestro cerebro sigue programado para evitar el esfuerzo excesivo. Este instinto, que antes era vital para la supervivencia, ahora puede convertirse en un obstáculo cuando intentamos llevar un estilo de vida activo. 

Lo que sugiere esta teoría es que esta inclinación natural a minimizar el esfuerzo no solo es común en todos nosotros, sino que, además, varía de persona a persona. Algunas personas están más dispuestas a esforzarse físicamente que otras, y estas diferencias individuales son cruciales para entender por qué algunas logran ser más activas que otras.

Un metaanálisis de 22 estudios que incluía a casi 30.000 personas analizó la relación entre la intención de ser físicamente activo y la acción, el comportamiento real. Se observó que una gran parte de los participantes no tenía intención de cambiar su actividad física y permaneció inactiva. Sin embargo, casi la mitad (47%) de quienes tenían la intención de ser más activos no lograron llevarlo a cabo. Por tanto, se concluye que, aunque la intención es un paso necesario para ser físicamente activo, a menudo no es suficiente para traducirla en acción.

No todo está perdido para quienes se sienten más cómodos siendo sedentarios. Según la teoría de la minimización del esfuerzo, nuestra función ejecutiva —es decir, la capacidad de nuestro cerebro para planificar, enfocarse y resistir impulsos— es clave para superar esa tendencia natural a evitar el esfuerzo. Estudios recientes han demostrado que las personas con mejor función ejecutiva, medida por pruebas de memoria y fluidez verbal, tienen más probabilidades de mantenerse activas físicamente. Además, este efecto es bidireccional: la actividad física también mejora la función ejecutiva, creando un círculo positivo que se refuerza a sí mismo.

Sin embargo, confiar solo en la fuerza de voluntad tiene sus límites. La función ejecutiva puede agotarse, y en un mundo lleno de distracciones y comodidades, esto puede hacer que mantener o aumentar el nivel de actividad física sea difícil. 

Aquí es donde otros factores juegan un papel crucial. La teoría que nos ocupa también destaca la importancia de disfrutar lo que hacemos. Si algo nos gusta, es más probable que lo repitamos. Este principio, aunque sencillo, tiene un impacto significativo. Cuando la actividad física se convierte en algo placentero, no solo se forma un hábito, sino que también se percibe como menos costosa en términos de esfuerzo.

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Por ejemplo, caminar en la naturaleza o hacer ejercicio con música nos generan sensaciones agradables que refuerzan el hábito. Estas experiencias agradables pueden transformar la forma en que sentimos la actividad física, convirtiéndola en algo que disfrutamos y que se integra de manera natural en nuestra rutina diaria.

La teoría de la minimización del esfuerzo en la actividad física es todavía nueva, pero ya nos está ofreciendo otras perspectivas sobre cómo ayudar a las personas a ser más activas. Al fortalecer nuestra capacidad para planificar y enfocarnos, o al crear experiencias positivas alrededor del ejercicio físico, podríamos cerrar la brecha entre lo que queremos hacer y lo que realmente hacemos. Si aplicamos estos principios, no solo podemos mejorar nuestra salud personal, sino también enfrentar el problema global del sedentarismo.

En un mundo en el que la inercia y la comodidad parecen dominar, la teoría de la minimización del esfuerzo nos ofrece una nueva oportunidad para transformar nuestra relación con la actividad física. Al reconocer que nuestro instinto evolutivo a evitar el esfuerzo no solo es una barrera, sino una propuesta para crear estrategias más inteligentes y placenteras, podemos dar un paso significativo hacia un estilo de vida más activo y saludable. La clave está en encontrar la manera de transformar nuestras intenciones en acciones que realmente mejoren y enriquezcan nuestras vidas.