La figura del prócer tucumano nunca fue controversial, tanto es así que el propio presidente Perón -que fue profesor de historia- nombró como J. A. Roca a una de las líneas ferroviarias expropiadas a los ingleses. Los cuestionamientos sobrevinieron con el revisionismo sobre el papel histórico de la colonización hispana, calificada como genocidio, calificación que luego se extendió a la campaña de Roca hacia el sur del país. Luego de lograda la unión nacional, la pacificación del país y la guerra fratricida del Paraguay las élites criollas se plantearon la integración del territorio nacional a lo que se llamaba “el desierto”. Había distintas posiciones sobre qué hacer con los habitantes naturales de tan vastos territorios; las posiciones más extremistas sostenidas por los exiliados encabezados por Sarmiento plantaban directamente que eran una raza inferior que debía ser exterminada. El ilustre sanjuanino tuvo expresiones xenófobas propias de un borracho en una pulpería y no del encumbrado pensador que realmente era. Ni los más fervientes sarmientinos podemos defender o justificar aquellas expresiones y constituyen la túnica ensangrentada del centauro Neso que cubren con su peso el brillo del bronce inmortal del nuestro primer maestro. El resto de las élites se planteaban la incorporación de aquellos habitantes ya sea sumándolos individualmente a la vida nacional o otorgándoles algún tipo de autonomía respetando su condición de tribu. La ley 215 del año 1867 iba en aquel sentido, ordenando que debía firmarse tratados con las poblaciones originarias, reconociéndoles la propiedad de sus territorios. En el año 1876, cuando la oligarquía rioplatense se había constituido en clase hegemónica, se dicta la ley 817 en la cual se dispone la subasta de las tierras incorporadas a la soberanía nacional y es desde allí que se materializa el despojo. El prócer tucumano no abrigaba ningún prejuicio contra las poblaciones nativas, tanto es así que uno de sus hermanos se llamaba Ataliva en homenaje a un cacique que había acompañado a su padre en las luchas por la Independencia, pero en base a un pragmatismo patriótico consideró que no era el momento de enfrentar a la oligarquía, tarea que dejó en todo caso a cargo de las generaciones futuras. Para el caso, G. Washington tampoco se manifestó en contra de la esclavitud, de hecho tuvo esclavos, propios y recibidos en la dote de su mujer. Muchos países tuvieron que enfrentar el mismo dilema para su homogenización. La conquista del Oeste, la ley de tierras de Luisiana en EE.UU o el cruento periodo de los Tudor al finalizar la guerra de Las Dos Rosas en Inglaterra, período descripto por Marx en “El Capital” como el triunfo de la burguesía industrial frente a la burguesía agraria y pastoril .Pero en aquellos procesos las élites triunfantes fueron industrialistas y expansionistas, mientras nuestra oligarquía fue prebendaria y parasitaria. Y ese legado siniestro persiste porque nuestra anacrónica oligarquía cada tanto impregna con su canto de sirena al conjunto social encantándolo con el delirio virreinal de la factoría próspera de mantener sus privilegios a cambio de que aquellos por efecto derrame caerán sobre el resto de la población laboriosa quedando solamente en el camino los desidiosos e indolentes que por su propia impericia están condenados a la extinción. Para no caer arrastrado por el canto de las sirenas, deberemos amarrarnos al mástil de la revolución. No una revolución restauradora que coloque a Yanquetruz como propietario de Vaca Muerta, ni a Catriel, Cingoleo o Linares con la acción de oro de YPF; una revolución democrática, agraria y antiimperialista que emplee la renta agraria y minera para el desarrollo y progreso nacional, sin prebendas ni privilegios impropios de una patria justa y libre. Toda revolución es un acto de amor, por ello deberemos abrir nuestros corazones para establecer una sociedad basada en el principio humanista de Marx “de cada cual según sus capacidades, para cada quien según sus necesidades”.
Marcelo Daniel Cena
cenamarcelo@hotmail.com