El mundo es la totalidad de las cosas relacionadas con otras. Las cosas son esencialmente el conjunto de sus relaciones posibles. Ese es un buen resumen del libro más difícil del mundo (¡?), el Tractatus Logico Philosophicus de Ludwig Wittgenstein. Las cosas no andan solas: el mundo es como un vals de elementos donde nadie “plancha”. Esto es cierto no solo en la metafísica, sino en un rubro más enigmático: la actividad mercantil. Uno cree que está por comprar un solo artículo, pero en realidad son miles, un mundo, si se quiere. La raqueta lleva hacia la zapatilla especial, que tiene algo que ver con la ropa interior y el bolso para diez raquetas. Una vez comprado el bolso, se da cuenta de que le faltan otras nueve raquetas y así. La compra virtual explota esta ilusión de que solo compramos, por ejemplo, un sillón: el mundo que lo acompaña hace cola detrás suyo y el algoritmo nos tienta en orden hasta conseguir nuestra quiebra. La expresión más tenebrosa es, desde luego, “combo”.

Esto se conoce como el Efecto Diderot. Pero, si bien el filósofo supo diagnosticar la patología, fue crítico de esta reacción en cadena que generan los gastos. La filósofa peruana Pamela Dammert Lastres publicó recientemente respecto a esta metonimia equívoca de confundir el médico con la enfermedad. En 1772, el enciclopedista Denis Diderot publicó “Lamento por mi bata vieja. Aviso a quienes tienen más gusto que fortuna”, texto en el que reflexiona sobre la nostalgia por los objetos queridos y los peligros de la opulencia. El austero pensador adquirió una elegante bata escarlata y, al desentonar con su mobiliario y objetos, terminó incurriendo en onerosos gastos de remodelación y renovación. Esta situación ha dado pie a que se hable del “efecto Diderot”. Escribe:

“Mi bata vieja hacía juego con los otros harapos que me rodeaban: una silla de paja, una mesa de madera, un tablón con un par de libros y cuadros amarillentos y sin marco. Estos harapos eran los pilares de mi coherente pobreza. Todo desentona ahora. Ya no hay conjunto, ya no hay unidad, ya no hay belleza. (…)”

Diderot lamenta entonces la pérdida de cada una de sus humildes pertenencias, algo que empezó con la bata antigua y siguió con los cuadros, la silla y el resto. Con desgarro describe cuando su tablón de madera se convirtió en un hermoso “escritorio”: “El tablón de madera estaba todavía resistiendo (a los cambios originados por es maldita suntuosa bata), dando batalla gracias a una masa de panfletos y artículos que lo protegían, eran su escudo. Pero le llegó su hora, y los panfletos fueron reasignados a un precioso escritorio.” Chau al digno tablón de estudio.

Sin embargo, Denis Diderot no entregó todo: se quedó con la vieja alfombra. “De mi mediocridad primera no me queda más que una alfombra de Bérgamo. Esa alfombra mezquina no cuadra en absoluto con mi lujo, lo noto. Pero he jurado y juro, pues los pies de Denis el filósofo (él mismo) no pisarán jamás una obra maestra de la Savonnerie (se refiere a la famosa fábrica de alfombras Savonnerie en Francia)... conservaré esa alfombra como el campesino que, trasladado de su choza al palacio de su soberano, conservó sus zuecos. Cuando por la mañana, cubierto por la elegante bata escarlata, entro en mi gabinete, si miro a mis pies, percibo mi antigua alfombra de bordes; eso me recuerda mi estado primero, y el orgullo se detiene a la entrada de mi corazón.”

La vieja alfombra es su bandera, su límite de abandonar el mundo de la frugalidad que habitaba donde las cosas eran lo que eran y cumplían su función: abrigar, sostener papeles, soportar el peso, sin mayores ampulosidades. Desde luego, su nuevo mundo es el de un filósofo famoso y pudiente y clama coherencia, amonestando a la vieja alfombra que le “hiere los ojos” de las visitas. Los amigos le repiten: “Tirá esa alfombra asquerosa.” Pero Diderot les repite: “Este suelo gastado y deshilachado es la envidia de Aladino, porque, aunque no me da los beneficios de su alfombra voladora, es decir, que no surca los cielos, me hace gran servicio al recordarme a mí mismo que yo tampoco.”