Por Jorge Daniel Brahim
Para LA GACETA - TUCUMÁN

Peter Sloterdijk fue tajante cuando advirtió que “la fundación de un Estado nunca es inocente […] quien quiera fundar, quiere el crimen necesario”. Fundar, será entonces, un hecho trágico. A quienes no estén dispuestos a aceptar esta certera ignominia los invito a que recorran a salto de mata las enciclopedias y los libros de Historia y, de paso, si todavía les quedan dudas, lean las páginas que Ernest Renan tituló “¿Qué es una nación?”, producto de una conferencia que dictó en la Sorbona, en 1882.

Por otro lado, de manera paradójica, no deja de inquietar el carácter axiológico y sublime que el hombre se empeña en otorgarle a la guerra como acto referencial de una conducta inspirada en el heroísmo. Los hitos que convencionalmente fijaron los periodos de la Historia no indican otra cosa. La división entre la Edad Antigua y la Edad Media está demarcada por el fin del Imperio romano de Occidente, en 476, debido a la invasión de los bárbaros del hérulo Odoacro. La caída de Constantinopla en poder de los turcos, en 1453, es la cesura entre el Medioevo y la Edad Moderna. El paso de la modernidad a la Edad Contemporánea fue delimitada por la Revolución francesa, en 1789. De lo que va de la Edad Contemporánea, mejor no hablemos. Sólo decir que el historiador marxista Eric Hobsbawm definió el siglo XX como un siglo corto, de tan sólo setenta y siete años, comprendido entre 1914, con el estallido de la Primera Guerra Mundial, y la disolución de la Unión Soviética, en 1991, luego de la Guerra Fría.

Combates, batallas, guerras, parecen abarcarlo todo. El mono depredador humano las puso en lo más alto del escalafón del absurdo para prosternarse y venerarlas. Los oídos de los historiadores, prestos al batiburrillo disonante de la horda ensordecedora, escucharon extasiados. Entonces supieron concederles a las acciones cruentas y desquiciadas el estatus que no fueron capaces de otorgárselos a la razón, a la ciencia, al arte. A todo lo que de excelso puede emanar del alma. Duele admitirlo: el homo rapax siempre prevaleció sobre el sapiens.
El calendario impone su tiranía y nos obliga a pasarle vista cada tanto. Las efemérides nos aprontan a conmemorar, pasado mañana, la batalla de Tucumán. Para los tucumanos representa un episodio fundamental en la construcción de la patria, algo que el resto de los argentinos parece ignorar o, al menos, no valorar en su dimensión apropiada. Bien vale, por lo tanto, repasarla, resaltando las claves de su feliz desenlace para el propósito emancipador. Sin olvidar, por cierto, lo que se vino apuntando. La justa medida del logro, debe estar despojada de la épica falaz que conlleva la violencia, la destrucción y la muerte. Pero, sabiendo además, que dejar liberadas las fuerzas belicosas del espíritu, es también un mandato antropológico inexcusable, y necesario, más aún cuando de fundar una nación se trata. La frase de Sloterdijk puede sonar cínica, pero deja entrever, como pocas, lo oprobioso de la realidad: “quien quiera fundar, quiere el crimen necesario”. Detrás de la gloria de cualquier batalla, de toda batalla, se oculta el crimen. El crimen de la guerra, en palabras de nuestro Alberdi, de toda guerra. Advertidos de esto, a continuación podemos pasar revista a lo que implicó el 24 de septiembre de 1812.

El esbozo de la Argentina

El Virreinato del Río de la Plata fue una creación tardía de la monarquía española, tardía y casi obligada. En 1776, la presencia portuguesa en la Colonia del Sacramento se presentaba como una verdadera amenaza a los dominios más australes del Imperio español; al mismo tiempo, los Borbones cambiaban drásticamente la política comercial de la colonia dejando de lado el oro y la plata de Potosí. Por razones militares y necesidades económicas, ahora el foco estaba puesto en aquella, hasta entonces, pobre aldea del margen occidental del estuario del Plata. Buenos Aires, la “puerta de la tierra”, asumía la capital virreinal y, de ese modo, le asestaba el más duro golpe a Lima, que por más de dos siglos fue la principal ciudad de Sudamérica, quitándole su primacía y la potestad de un amplio territorio que incluía el preciado Alto Perú. En sólo casi 30 años, lo que duró el nuevo y breve virreinato,
Buenos Aires tomó un protagonismo inusitado debido al control discrecional que ejerció sobre la Aduana y al creciente poder militar que se terminó forjando con las invasiones inglesas.
En 1808, la noticia de la invasión napoleónica a la península ibérica, además de producir una confusión general, aumentó la efervescencia de un latente espíritu libertario que, ya por entonces, anidaba en las élites porteñas. El germen revolucionario fue posible en esa ciudad plebeya debido a su cuantiosa clase media y a una naciente intelectualidad prodiga de ideas nuevas que, entre sus filas, contaba con el joven abogado Belgrano. A partir de la Revolución de Mayo, los hombres que empezaban a diseñar la nación por venir aspiraban a conservar todo el vasto territorio “heredado” del virreinato. Pero eso no iba ser fácil ni posible. Los enconos que se había granjeado la nueva capital no eran tan sólo de los pueblos que pertenecían a su jurisdicción, sino, en particular, de la herida Lima, que muy pronto se puso al frente de una contrarrevolución para sofocar la afrenta porteña.
En ese contexto, de luchas fratricidas, porque tanto patriotas como realistas, en su gran mayoría, eran hijos de esta tierra, se fue delineando la silueta de la Argentina que hoy conocemos y que, en un principio, soñaba con incluir a todas las regiones del depuesto Virreinato del Río de la Plata.
Pero lo conformación del mapa de un país depende de ciertos hechos contingentes que poco tienen que ver con los deseos. Para nuestro pesar, la actual Argentina proviene del desguace del Virreinato que la malversación de ingentes esfuerzos no pudo evitar. Por malas acciones o desaprensivas omisiones nos vimos privados de permanecer unidos con nuestros vecinos bolivianos, paraguayos y uruguayos, en una sola patria. Más aún, hasta las actuales provincias del norte argentino estuvieron a punto de perderse de no mediar circunstancias que hoy pueden entenderse como excepcionales.

El amor a una patria

Manuel Belgrano, que había quedado al mando del castigado Ejército del Norte, en su traumático retroceso empujado por un adversario poderoso y por la fría y tajante orden del Triunvirato, supo que volver hasta Córdoba no sólo significaría el abandono de las “provincias bajas” en manos realistas, sino el peligro cierto del fracaso de la Revolución.
Belgrano estaba dispuesto a romper la verticalidad del mando militar aun a sabiendas de su incierto destino personal. Pero, sus tropas, exhaustas y desmoralizadas, no estaban en condiciones de plantarse al ejército de Pío Tristán. Necesitaba una señal. Y esta llegó del pueblo de Tucumán, que puso a disposición de Belgrano su gente, su dinero, sus armas y el mismo escenario de combate, que no era otra cosa que sus casas y sus calles, un manojo abigarrado de manzanas, un damero de nueve cuadras de lado. Nadie obligó a Tucumán a enfrentar tamaño riesgo, nada ni nadie influyó en sus hombres para que hayan actuado con esa generosa grandeza, salvo el atisbo de un incipiente amor a una patria futura, todavía desconocida, pero no por eso no anhelada.
Para no dejar dudas: sin la decisión del pueblo tucumano la desobediencia no hubiese acontecido. Desobediencia que, por otro lado, requería de un enorme valor espiritual para enfrentar el dilema moral que esto implicaba en un hombre de leyes y de armas. Desobediencia que, leída sólo en esa clave, fue la causa directa de la Batalla de Tucumán. Una batalla que recuperó el Norte de la Revolución y de la Patria.  
Hasta aquí la batalla histórica. La que mirada desde el siglo XXI puede ser fuente de inspiración para las generaciones actuales y por venir. Y es justamente eso lo que aquí interesa destacar por sobre todos los pormenores heroico-épicos de aquel combate: aquellos valores que el pueblo tucumano dispuso con integridad para la consecución del objetivo: generosidad, visión, entrega y osadía. Tucumán, además de la batalla, y por sobre la batalla, fue -junto a Córdoba y Buenos Aires, y en ese orden temporal- uno de los tres faros que dio luz al crepúsculo colonial para transformarlo en el resplandecer matutino de una “nueva y gloriosa nación”. Y si Tucumán fue ese faro, mucho le debe a su hospitalidad conmovedora que el 9 de julio de 1816 abrazó a los congresales mientras daban el primer grito de libertad que retumbó en todo el orbe. Una explosión de júbilo que partió desde la casa de doña Francisca Bazán de Laguna y que a partir de esa hora, con sus paredes blancas y su portazón azul, se transformó en el emblema distintivo en el que las almas de todos los argentinos se verían convocadas. Y también, claro, mucha de esa luz radiante habrá que adjudicársela a Marcos Paz, Nicolás Avellaneda, Julio Argentino Roca y Juan Bautista Alberdi.

El siglo corto tucumano

La potencia de ese Tucumán en las primeras horas de la patria es lo que se extraña. Hace un largo tiempo un sopor nos abruma. Lo oscuridad nos apremia. A fines de los 70, la voz admonitora del profesor Francisco Juliá reverberaba en las aulas del Colegio del Sagrado Corazón. El alumno que yo fui en ese momento no podrá olvidar nunca el desdoro que implicó no haber entendido cabalmente sus palabras. Todavía las escucho: “Ustedes deben ser la generación que vuelva a dar luz a Tucumán, que recupere ese legado cultural que nos distinguía. Hasta principio de los años 60 fuimos la Atenas del país”. Todavía me duelen. El largo crepitar de las llamas que se fueron apagando datan desde el aciago 1966. Porque Tucumán también tuvo su siglo corto que dio inicio allá, con la Generación del Centenario y la creación de la universidad, en 1914; y tuvo su corolario infausto en 1966, con el cierre de once ingenios y el éxodo de casi 200 000 habitantes -el 25 % del total de la población-. Para tener una idea de la magnitud de ese desastre demográfico es preciso enterarse que si no hubiese acontecido esa emigración, actualmente la población de Tucumán oscilaría entre 2.70 0.000 y 3.000.000 de habitantes, poco menos del doble con la que hoy cuenta. Este fue el principio de la debacle de la que todavía no nos podemos recuperar.
La batalla del 24 de septiembre de 1812, ya fue dada. Es historia pura. Pero es historia que puede inspirar e inflamar los corazones. Es historia y también herencia. Una herencia deslumbrante. El guiño de Goethe es para nosotros: “Si de verás queremos merecer la herencia recibida, entonces debemos conquistarla”.  A pesar de los años, las palabras de Juliá todavía están vivas. Formo parte del grupo que las desoyó. En el campo de la batalla cultural estuvimos ausentes. Es la “otra” batalla de Tucumán que no libramos, que aún está pendiente. La segunda batalla de Tucumán nos sigue esperando. Debemos prepararnos. Será la más brava, la más difícil, porque deberemos combatir contra el peor enemigo, contra nosotros mismos.        

© LA GACETA
Jorge Daniel Brahim - Ensayista, crítico literario, editor.