Frente a la mentalidad exclusivista, de partido único, que lleva a rechazar o a desacreditar formas distintas de actuar en la Iglesia a las que, por formación o inclinación uno sostiene, Jesús nos recuerda hoy la apertura de espíritu, el corazón católico, universal, que no confunde la unidad con la uniformidad. “¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!”, contesta Moisés a Josué. Y Jesús a los suyos, cuando quisieron prohibirle a uno su actuación porque “no es de los nuestros”, les dijo: “No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede hablar mal de mí”.
A veces, esta mentalidad se concreta en desacreditar instituciones de la Iglesia que se dedican sólo a la oración y la penitencia en un monasterio, o al estudio, al cuidado de los ancianos y enfermos, a la enseñanza, a los pobres, a los cautivos siguiendo el espíritu que cada familia o cada persona ha recibido de Dios. El espíritu sopla donde quiere, dice el Señor (cf Jn 3,7). No pretendamos encerrar el viento porque es imposible. Si entendemos bien lo que es la Iglesia y tenemos el espíritu de Cristo, nos alegraremos de que el Señor sea anunciado de formas tan diversas, expresando la catolicidad de la Iglesia, su entraña universal.
La Iglesia es un gran cuerpo en el que Cristo es la cabeza, nosotros sus miembros y quien lo anima es el Espíritu Santo. En un cuerpo hay distintos miembros y cada uno tiene su función específica al servicio del organismo entero. Censurar al corazón, por caso, porque no anda o no ve (para eso ya están los pies y los ojos), es una simpleza. También el corazón vuela y ve, hay lugares a los que llega antes que los pies y cosas que percibe mejor que los ojos. En realidad, quien ve y anda es la persona. Quien actúa en la Iglesia es el Señor, el Cristo Total, valiéndose de la multitud de miembros de su Cuerpo.
La Iglesia es una realidad querida por Dios de una riqueza imposible de encerrar en una imagen. La Sagrada Escritura emplea una gran profusión de ellas “tomadas de la vida de los pastores, de la agricultura, de la construcción, incluso de la familia y del matrimonio” (LG, 6), que revelan la imposibilidad de abarcar su misteriosa riqueza. La Iglesia es redil cuya única puerta es Cristo (cf Jn 10, 11); es labranza o campo de Dios (cf 1 Co 3, 9); es construcción de Dios (cf 1 Co 3, 9) de la que Cristo es la piedra angular (cf Mt 21, 42) y nosotros piedras vivas (cf 1 Pe 2, 5); es familia (cf Ef 2, 19-22); es templo... Representaría una suerte de daltonismo interior no apreciar los distintos “colores” en los que se irisa esta piedra preciosa.
El Concilio Vaticano II recuerda que “en la construcción del Cuerpo de Cristo existe una diversidad de miembros y funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia” (LG, 7). Amar a la Iglesia sin reduccionismos es alegrarse de esta diversidad, de la riqueza exuberante de este árbol plantado por Dios y en el que anidan aves de todos los tamaños y colores.