Por José María Posse / abogado, escritor e historiador

En las primeras horas del 24 de septiembre de 1812 (día de la Patrona de Tucumán, la Virgen de la Merced) los patriotas esperaron en formación en las puertas mismas de la ciudad el ingreso del Ejército del Rey.

El Campo de las Carreras era un sector despejado hacia el oeste de San Miguel, de unos 400 metros de largo, por unos 30 de ancho. Allí se corrían carreras cuadreras, la gran diversión de los tucumanos de entonces. Hacia el suroeste, estaba la Cancha de las Carreras, que era un descampado aún mayor. Lo rodeaban espesos bosques de árboles y arbustos, flora típica de la zona que impedían la visión, lo que fue aprovechado por Manuel Belgrano para esconder el grueso de su caballería gaucha. Mientras, la infantería Patria se encolumnaba en perfecta formación con las baterías del Barón Von Holmberg que había construido su prestigio en Europa, secundado por un jovencito José María Paz, que dejó en sus Memorias un excelente relato de la batalla, por ser testigo y partícipe de los hechos.

Ese grupo heterogéneo vio ingresar en la mañana una compacta columna de soldados, seguramente polvorientos, pero en perfecta sincronía con el deber ser de una tropa en marcha. Con los cañones aún sobre las mulas y las armas descargadas, fueron virtualmente sorprendidos en un callejón de tiro al blanco por los patriotas. De reacción rápida, Belgrano decidido a aprovechar el factor sorpresa, ordenó al ala derecha de su caballería (compuesta por el grueso de los guchos “Decididos” de Tucumán), y de Dragones comandada por Balcarce, atacar de inmediato.

Caballería criolla

La atropellada de los gauchos, quienes salían sorpresivamente por imperceptibles senderos del monte circundante dando alaridos y haciendo sonar los guardamontes, fue mortal. El ímpetu de la carga puso en fuga la caballería de Tarija y desbarató la de Arequipa, que custodiaba los bagajes. Batallones enteros se perdieron en la confusión, siendo lanceados sin piedad por esa turba enloquecida que penetró hasta las cercanías mismas del Estado Mayor de Pío Tristán.

Los realistas huyeron dejando atrás una enorme cantidad de bastimentos, cañones, armas y municiones. Incluso el tesoro del ejército y hasta el coche personal del general. De inmediato los milicianos criollos se obstinaron en saquear metódicamente todo lo que pudieron, por lo cual esta tropa terminó perdiéndose para el resto de la acción, aunque desde los montes cercanos se dedicaron a cazar todo grupo disperso de realistas, como lo relata Paz en su mencionado libro.

Cañones de la Patria

Mientras, avanzaban disparando los cuadros de infantería de Belgrano, a tiempo que el barón de Holmberg hacía tronar los cañones. Unida esta acción a la eficacia de la artillería derecha y a la de la infantería de Carlos Forest, habían logrado desarmar y hacer retirar a toda el ala izquierda enemiga, en total desorden hacia el puente de El Manantial. En el centro, las cosas también se mostraban felices en un primer momento para los patriotas. El único peligro estaba en que parte de la infantería realista, al avanzar resueltamente, puso en apuros a Ignacio Warnes, quién capitaneaba las milicias de infantes, pero pronto la reserva, a cargo del intrépido Manuel Dorrego, acudió en su auxilio. La hueste de Tristán comenzó entonces a ceder terreno, desamparada como estaba por la derrota de la caballería del ala derecha.

Impensadamente, aquella columna que el general Pío Tristán había desprendido para bloquear por el sur, volvió para participar en el combate: cómodamente desplegada, acudió en apoyo del ala izquierda realista, que había logrado desorganizar a la caballería patriota de José Bernaldes Palledo, que tenía a su frente. No debemos olvidar que los partidarios del rey eran profesionales y con los refuerzos, pronto rearmaron sus cuadros, quienes acudían al toque de los clarines y a la voz de mando de sus jefes, en formación a cada regimiento al que pertenecían. La sorpresa había pasado.

El martillo

La hora de la verdad se acercaba, ya que sincronizadamente comenzaron a encolumnarse en una formación conocida como “martillo” para rodear y neutralizar la infantería patriota. El ímpetu inicial se paró en seco y las tropas de Belgrano -comenzando por los bisoños- retrocedieron desordenadamente en medio del escenario humeante, regado por la sangre de tirios y troyanos.

Esto creó un desbande general, lo que motivó que Belgrano, poniendo en riesgo de su vida, se corriera él mismo para tratar de reordenar el caos circundante, lo que en parte consiguió. Desde la derecha, galopó hacia esa crítica izquierda para mandar que cargaran pero cuando llegó, los soldados ya estaban en tumultuosa retirada. No pudo contenerlos y el ímpetu arrastró al general hacia el sur, sacándolo del campo de batalla, la que creyó perdida.

BATALLA DE TUCUMÁN. Una obra creada por Isaías Nougués.

Ejército de langostas

Cuenta la tradición de nuestros mayores, que en ese momento, en el que todo parecía perdido, aconteció un hecho que ha quedado en la leyenda, por lo curioso y casual o causal... en medio de la refriega, se levantó una tromba de viento, común para la época, que llevó consigo un gran tierral que levantó una manga de langostas, sorprendiendo a los realistas. Cabe destacar y aclarar que las invasiones de langostas se sucedieron hasta bien entrado el siglo XX, cuando el DDT y otros insecticidazas erradicaron a los dañinos insectos.

Estos fenómenos naturales eran desconocidos para los soldados de Tristán, quienes en su gran mayoría venían del Alto Perú. En aquella aridez, es claro que las langostas no prosperan; por tanto, el portento les pareció dantesco.

Los zurrones, al estrellarse en sus cuerpos, les hacían sentir que eran atacados a balazos o pedradas, con lo cual pararon en seco su avance. Fue el momento más crítico. El ala izquierda española, librada de la caballería y apoyada por el batallón extra, arrolló a la columna de infantes patriotas de José Superí. Sobre la izquierda, formó los cuadros y se dispuso a atacar. Por su parte Tristán, antes arrollado por sus fugitivos hasta El Manantial, reorganizaba a toda prisa su tropa para embestir con la caballería, con lo cual destrozaría el centro, partiendo en dos el ejército rebelde, cuyo flanco izquierdo apenas ya se sostenía.

Repliegue escalonado

Entonces, el mayor general Eustaquio Díaz Vélez, segundo al mando, tomó una inteligente decisión. Sus hombres habían capturado la mitad de la artillería enemiga, tenían más de 500 prisioneros y en su momento habían roto en tres puntos la línea española. Pero avizoraba las consecuencias que podía tener el martillo formado sobre la izquierda, y con sus catalejos ya advertía el reagrupamiento de la caballería enemiga. Para colmo de males no podía conectarse con Belgrano. Resolvió entonces replegarse a la ciudad para poner a buen recaudo la artillería y los presos. Confiaba en resistir desde la plaza fortificada, lo que era ajustarse al plan inicial. Como pudo arrastró tras de sí el tropel de hombres y animales que se separaban de sus líneas.

En esos momentos ocurrió algo bastante curioso: el resto del convoy de bastimentos, parque, víveres y municiones de los realistas, entró pacíficamente a San Miguel de Tucumán por el otro extremo, creyendo que ya estaba tomada. Los defensores de la ciudad los capturaron de inmediato en medio de la lógica algarabía.

Lo impensado

El general Pío Tristán, cuando regresó al campo de batalla con su tropa ya organizada, lo encontró vacío. El escenario era dantesco: cuerpos mutilados, heridos de distinta consideración gritando por ayuda, caballos agonizantes, manchones de sangre por doquier, todo ello envuelto por el humo de la pólvora y los incendios. Se colocó entonces en las afueras y desde allí envió un ultimátum: o se rendían o incendiaba la población. Díaz Vélez contestó que nunca se rendirían. Empezaron así las horas tensas de la noche del 24 al 25 de septiembre. No se sabía si intentaría probar suerte con un ataque.

A todo esto, Belgrano, con los dispersos del ala izquierda en la zona de Los Aguirre, recibió esa noche informes de Díaz Vélez -enviados por medio de los capitanes Apolinario Saravia y el referido Paz- acerca de la situación.

Victoria

Con esos datos y habiendo reunido 600 jinetes, rumbeó, la mañana del 25, hacia la ciudad. Se acercó a los realistas por el flanco derecho y envió un mensajero a Tristán -con quién tenía un lazo de amistad, ya que habían estudiado juntos en España- solicitándole que capitulara. El realista rechazó indignado la propuesta, pero no se atrevió a entrar en la ciudad. Disparó unos cañonazos, uno de los cuales fue a caer a la torre de la Iglesia de Santo Domingo, hizo movimientos de puro aparato y, hacia la medianoche, emprendió su retirada. Sin los imprescindibles bastimentos y municiones que habían sido tomados por los patriotas, le era imposible sostener el sitio de una ciudad fortificada.

La noche del 25 al 26 de septiembre de 1812, Tristán se retiró rumbo a Salta, dejando tras de sí 453 soldados muertos, 626 prisioneros, además ocho cañones, 350 fusiles y 139 bayonetas, 40 cajones de municiones de artillería y 30 de fusil, tres banderas y dos estandartes en manos de tropas patrias que habían quedado entre otros trofeos.

Testimonios

La Iglesia Católica no ha catalogado estos hechos como un milagro, pero existen testimonios que resultan cuanto menos curiosos y que nos hablan de que algo extraño ocurrió aquél día glorioso para Tucumán. No fue cualquier día: era -reiteramos- “precisamente” el de Nuestra Señora de la Merced, Patrona y Abogada de Tucumán, desde tiempos de Ibatín.

El profesor Lucio Reales compiló una serie de testimonios de aquellos años, como el de doña Felipa Zavaleta, una mujer de la primera sociedad provinciana: “El 24 de septiembre… fue la acción. Se principió el fuego el que duró una hora y media, quedando el campo enemigo cubierto de cadáveres… los prisioneros enemigos decían que a la hora de la acción vieron un señora vestida de blanco y que les batía el manto sobre los militares (patriotas), y que por eso las balas no le hacían nada, como fue solo que faltasen dos que fueron Miguel Rivadeneira y Tomás Balor… se cree que esta señora fue Nuestra Señora de las Mercedes”.

Otro testimonio, cuanto menos intrigante, es el del oficial Juan Pardo de Zelada quien combatió en Huaqui, Tucumán y Salta. Al escribir sus memorias dice: “La batalla comenzó con un horizonte despejado y limpio de nubes… en esto una pequeña nube se descubre en el cielo en figura piramidal sostenido por una base que parecía sostener una efigie de la imagen de Nuestra Señora. Cada soldado creyó ver en la indicada nube la redentora de sus fatigas y privaciones, cuya ilusión aumentose progresivamente, dada más fortaleza a nuestra pequeña línea que ya enfrentada con la del enemigo, que no había podido aún organizar la suya, empezó a sentir por el fuego de nuestras piezas de artillería el estrago que en ellas causan”.

Don Marcelino de la Rosa, quien entrevistó a veteranos de aquellas jornadas, escribió años después: “La batalla de Tucumán fue… en su mayor parte un cúmulo de hechos providenciales, y no a combatientes militares; por lo que el pueblo atribuyó a un milagro de la Virgen de las Mercedes, porque tuvo lugar el día de su festividad”. El propio Bernardo de Monteagudo decía que “el triunfo se había logrado por una especial providencia del eterno”. El padre Joaquín Tula, en ocasión del centenario de la batalla, recordaba el histórico acontecimiento: “En un fondo eternamente azul, se apareció la visión blanca de una mujer por excelencia, aquella que tiene la propia luz de nuestro sol por vestidura, el esplendor de la luna por diadema y esta tierra mil veces bendita en nuestro honor por escabel de sus plantas purísimas; de aquella virgen celestial, bajo cuya mirada pelearon los paladines sin miedo y sin tachas, cuya sonrisa, más dulce que la del primer amor, fue la sublime apoteosis de su inmortal victoria… la batalla se ganó de una manera insólita, extraordinaria… fue más bien obra de una mano invisible pero segura en sus operaciones, que el resultado feliz de una combinación militar estratégica… de los capitanes que recibieron los auxilios poderosos de la Santísima Virgen”.

Para concluir, el propio Belgrano el 28 de septiembre de 1812 lanza una proclama a los pueblos del interior donde manifiesta: “El ejército grande de Abascal al mando de don Pío Tristán ha sido completamente batido el 24 del corriente, día de nuestra madre y Señora de las Mercedes, bajo cuya protección se puso el de mi mando”.

Centenaria veneración

Desde la fundación de la ciudad de San Miguel en Ibatín, los tucumanos fueron devotos de Nuestra Señora de la Merced, liberadora de los cautivos. Consta que la Orden Mercedaria tenía su templo en el antiguo asentamiento de la ciudad y que desde mediados del siglo XVII, su imagen fue venerada en Tucumán. En 1687 el Cabildo la designó Abogada y desde 1796, los cabildantes proclamaron a la Virgen de la Merced Protectora de la Ciudad, basándose en la tradición inmemorial que adjudicaba a su intercesión diversos milagros.

El traslado de la ciudad a “la Toma”, se realizó llevando en procesión a la imagen de “la Mamita del Cielo” de los criollos. Cada año, durante su festividad, los 24 de septiembre, su imagen era sacada en solemne columna por los fieles. La costumbre continuó, transmitiéndose de generación a otra de tucumanos; sólo en dos ocasiones la imagen no fue llevada en procesión en su día: durante la batalla y recientemente cuando la pandemia.