La cultura cercada de los nacionalismos se sustenta la barbarie; es decir en la premisa de que debe preservarse la nación de la “contaminación” que provocarían aquellos aportes generados fuera de las fronteras. Esta visión troglodita supone que lo local es siempre un valor y un desvalor lo foráneo. No se entiende, al parecer, que la cultura es el resultado de incorporaciones múltiples, de permanentes intercambios de lecturas, arquitecturas, músicas, vestimentas, gastronomía y de costumbres –viejas y nuevas- que las personas puedan tomarlas o no, pero en un contexto permanentemente evolutivo. Si no somos momias nuestra cultura de hoy no es idéntica a la de ayer (tengamos en cuenta, además que la Argentina es un mosaico de etnias fruto de sucesivas corrientes migratorias). El nacionalismo a ultranza condujo, por ejemplo a sostener monstruosidades como como “la verdad alemana “. Julien Benda dice, en tal sentido, que “el concepto de verdad es un obstáculo para los nacionalismos ya que, en rigor, siempre se trata de una exaltación falsa”. El afecto al terruño es natural, y es saludable el apego a las buenas costumbres, pero muy distinto es declamar un amor telúrico pero agresivo para las minorías. Por otra parte, en relación a los prejuicios, Jorge Estrella hace referencia a la envidia como “un resentido deseo de poseer dones o bienes que otro posee y el envidioso no tiene igual medida. Ese otro puede ser un prójimo o elevarse al más abstracto genérico ‘raza’ o a determinada ‘colectividad’. El blanco de la envidia, en todo caso, suele ser una minería dotada de algún talento o pertenencia que, en la mirada del envidioso, no merece y él sí. La envidia por lo común es patrimonio una mayoría -cobarde por cierto- o de un integrante de ella, pero los portadores de dones y bienes son siempre pocos”. De la envidia al odio, pues, hay un solo paso. Dice Fernando Savater que “cuando más insignificante se es en lo personal más razones se buscan en la exaltación de lo patriótico”, opinión que coincide con lo consignado por Juan Bautista Alberdi: “el exagerado entusiasmo patrio es un sentimiento de guerra, no de libertad“. Todo esto se vincula con un dilema que no se resuelve: el de la tolerancia. El filósofo español Julián Marías se plantea, a propósito, el siguiente interrogante: “¿Hay que ser tolerante con los intolerantes? ¿O hay que ser intolerante con los intolerantes? Yo me inclino en esta segunda opción: no se puede ser tolerante con nazi” (ni con Hezbollah). El Dr. Carlos Fayt, decano de la Corte Suprema de Justicia, fue muy tajante al respecto: “el antisemitismo es un verdadero cáncer de nuestra sociedad al que hay que arrancar definitivamente”.

Arturo Garvich 

Las Heras 632 

S. M. de Tucumán