Por Daniel Medina


Roma, siglo III. Una mujer de linaje noble, hija de un cónsul, huérfana desde niña. Martina, el nombre. Cristiana en tiempos en los que serlo era una condena. Podía elegir: renunciar a su fe o enfrentar el tormento. Eligió lo segundo.

Las crónicas dicen que la arrastraron hasta el templo de Apolo. Que le ofrecieron la libertad si adoraba a los dioses de Roma. Que ella se negó. Que su negativa la llevó al suplicio: golpes, azotes, aceite hirviendo sobre la carne viva. Que las fieras la rodearon pero no la tocaron. Que entonces, sin más opciones, la decapitaron.

Años después –siglos después–, su historia seguía viva. En el siglo VII, el Papa Honorio I le dedicó una iglesia cerca del Foro Romano. En 1624, durante unas excavaciones, aparecieron sus restos. Urbano VIII ordenó que fueran trasladados a otro templo, dentro de un relicario especial. La devoción creció. El 30 de enero quedó marcado en el calendario de los santos.

Algunos historiadores dudan de su existencia. Argumentan que los relatos más antiguos sobre ella datan del siglo VI, que no hay fuentes directas, que la falta de registros dejó espacio a la leyenda. Pero lo cierto es que su nombre sigue ahí: en las oraciones, en la tradición, en la ciudad de Roma, que la tiene como una de sus patronas.

Este 30 de enero, la Iglesia la recuerda. Santa Martina: mártir, testimonio de fe, huella persistente en la historia.