Fue un espectáculo único en la historia. Cualquiera que hubiera visto el África desde el cielo se hubiera sorprendido con una cicatriz cruzando la sabana y el desierto. Una hilera infinita de más de 60.000 hombres y 12.000 mujeres con vestidos de seda, precedidos de lujosos estandartes. Cada uno llevando en sus alforjas y bolsas, pepas y polvo de oro. Cientos de caballos y camellos portando también su dorado cargamento, junto con las tiendas para cuando anocheciera y los alimentos y el agua para soportar el viaje. Rodeado de su guardia personal de 500 hombres, se destacaba “El León de Mali”, su nombre: Musa I (1280-1337), para todos “Mansa Musa” (el Rey de Reyes, en lengua Mandinga o Manden) emperador del África occidental. Era el año 1324 cuando Musa, cumpliendo los preceptos del Islam, decidió que él y su séquito debían hacer la obligada peregrinación a la Meca. A lo largo del camino, se les acercaban los habitantes de pueblos y aldeas, les vendían comida y también recibían regalos y donaciones de oro. Todo lo sabemos por la tradición oral y los diarios de viaje, recogidos en muchos manuscritos árabes. Mansa Musa visitó al Sultán en El Cairo, regalando oro en su paso por la ciudad. Después se dirigió a Medina y La Meca, cumplió con devoción los ritos y emprendió el viaje de regreso. Fue entonces cuando el Sultán lo anotició del fenómeno inflacionario que se vivía en El Cairo. Los bienes de consumo habían multiplicado su precio por la excesiva circulación del oro generosamente repartido por Musa, el hijo de Kantou de Mali. Mansa Musa decidió entonces lo que hoy llamaríamos “secar la plaza” y ordenó a sus funcionarios pedir prestado a elevado interés todo el oro que pudieran conseguir. Un año tardó en regresar, pero los efectos de su viaje en los precios duraron casi una década. Los efectos sociales y culturales en cambio, llegan hasta hoy, pues trajo en su regreso arquitectos y académicos árabes. Construyó caminos, urbanizó 400 aldeas, fundó mezquitas y madrazas (escuelas del Islam) y tres Universidades, en la capital Tombuctú, en Djenné y Ségou. Más allá de lo que digan las escuelas económicas, la experiencia histórica había enseñado hace cientos de años las consecuencias inflacionarias de expandir el metálico circulante (como también lo comprobarían España y sus vecinos cuando empezó a llegar el oro y la plata americana, luego de la conquista del “nuevo” continente, para demostrar que la inflación no era solo cosa de Mandinga o Mandenka como se llamaba al pueblo Manden). Hoy en todas las universidades del mundo se enseñan los efectos inflacionarios de una oferta monetaria sin control. Y también se enseñan los remedios técnicos para solucionar el problema. Pero la economía es una ciencia social y ¿Qué medidas aplicar? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿En qué contexto social? ¿A qué velocidad? ¿Quiénes se verán más afectados? Todas estas cuestiones tienen más que ver con la política y la idea que se tiene de lo que es una nación, que con la economía; y como escribió Paul Verlaine, “todo el resto es literatura”.
Miguel Ángel Reguera
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