Por Beatriz Sarlo
Me atraía la resistencia del sentido, no su apertura. Entender de inmediato llegó a significar, para mí, que lo que se entendía no valía la pena. Si cualquiera lo entendía al instante, mejor dedicarse a otra cosa, porque era más excitante destruir obstáculos que no encontrarlos. También se podían pasar por alto las dificultades, dejar esos detalles incomprensibles para que el futuro los resolviera o fingir que no existían.
Esto no convierte a alguien en buena lectora, sino en ejecutante de una partitura incomprensible, que se toca al piano solo para comprobar que los dedos aciertan en las teclas. A veces, lo que leía sonaba como si hubiera sido escrito en una lengua extranjera, de la que reconocía palabras pero no significados. Nadie percibía mis dificultades. Nadie me explicó qué era la escuela dominical a la que asistía Tom Sawyer, ni señaló en un mapa el río por el que navegaba Huckleberry Finn. Tampoco yo me preocupaba por saberlo, porque practicaba una lectura veloz y desprolija. De haber encontrado notas explicativas, me las habría salteado, para no detener el avance de la ficción. No era curiosa sino hambrienta. De todos modos, la comida abundaba. Crecí rodeada de adultos convencidos de que su principal, si no única, misión en la vida era educarme. Mi padre, mostrándome los tres tomos de la Historia de San Martín de Bartolomé Mitre, en su primera edición, como si ese acto ya contuviera el deber, el método y el placer de una lectura que, décadas después, me hizo conocer la hazaña del abuelo de Borges en la batalla de Junín.
*Fragmento.