Nunca como en estos tiempos se habla tanto de incomunicación y brecha generacional. Grandes y chicos, apocalípticos tecnológicos y sumisos a lo nuevo, todos reclamamos comprensión. El hecho de que esta situación sea transversal nos da una irónica luz de esperanza: compartimos un sentimiento de ruptura, coincidimos en la incomprensión y nos une el hecho de sentirnos lejos entre nosotros. Quien quiera una demostración contundente, que vea con sus hijos “Las mil y una de Sapag”.

Los que tenemos tareas docentes lo vivimos cada vez más al “explicar” algo. Nos falta referencias de la cultura popular que nos facilitaban la tarea (a ambos). Hace no muchos años, los docentes que nos creíamos Robin Williams en “La sociedad de los poetas muertos” buscábamos películas, cuentos y música para las clases de modo frenético. Miles de libros sobre filosofía y películas o series son testimonio de esa desesperación por exprimir el jugo reflexivo de “La guerra de las galaxias”, “Narnia” o El Topo Gigio.

“Matrix” era un recurso inagotable y, a veces, hartante. Pero había muchos: el colega Guzzi, uno de esos profes a quienes les gusta enseñar y además estudioso de la filosofía con cine, usaba la película de Sidney Lumet “Hombres en pugna” para hablar sobre los juicios morales.

El problema es que la nueva generación no vio “Titanic”, ni “Matrix”, y mucho menos a Henry Fonda plantear una duda razonable. Pero va más allá de esto: si los sentásemos a ver toda nuestra cineteca y a leer nuestra biblioteca, tampoco mejoraríamos sustancialmente la comunicación. Porque ya no podemos dar por sentado que vemos lo mismo.

Karl Mannheim, sociólogo de origen húngaro que se dedicó a las identidades sociales como pocos, plantea que una generación no es solo un grupo de personas nacidas en la misma época, sino que comparten una misma estructura de experiencia, un conjunto de eventos históricos, tecnológicos y culturales que los hacen ver el mundo de una manera determinada.

Con esta idea, podemos entender que, para quienes vimos “Matrix” en el cine en 1999, el concepto de “despertar a la verdad” tenía un peso fuerte en plena era del Internet emergente. Para quienes nacieron con redes sociales, el concepto de “realidad simulada” no es una revelación, sino el punto de partida de su vida cotidiana.

Recuerdo que en casa nos matábamos de risa cuando los viejos de la familia le daban las gracias a “la chica de la hora” del 113 (al menos desde el 85 ya no lo hace una telefonista en vivo, sino que repite la voz de la locutora Alicia Infante, que jamás recibió un peso). La situación de la que me reía, el abuelo agradeciendo a la máquina, se repitió hace unos días de un modo inesperado. Escuché a mi hijo Santi proferir insultos horribles, lo cual me obligó a abrir de golpe la puerta de su cuarto, algo que un padre prudente jamás haría, pero la ocasión lo ameritaba.

Al entrar, vi a mi hijo frente a la computadora con la mirada vuelta hacia mí mientras le decía que no se trata a nadie de esa manera . La mirada era la misma que tendría yo ante un trapiche de mulas.

—¡Papá, salí ya de acá! ¡Nada que ver, andate! !Estoy hablándole a este imbécil del ChatGPT!

Me sacudí la confusión y, con toda la gravedad del caso, le dije:

—Bueno… pero ya mismo le pedís perdón.