El invierno llegó con fuerza a Tucumán. Y cuando el frío cala los huesos y la intemperie se vuelve un riesgo de vida, hay un lugar donde la calidez no proviene sólo de una frazada o una taza de té caliente, sino del gesto humano más esencial: tender una mano. Ese lugar es el albergue municipal Papa Francisco, ubicado en avenida Coronel Suárez 550, que desde ayer decidió abrir sus puertas las 24 horas del día, debido a la ola polar que azota la región.
Dentro, el ambiente no es lujoso, pero se respira alivio. Hay camas, comida, abrigo y un poco de paz. Personas en situación de calle encuentran allí más que un techo: encuentran un respiro. Hoy, 68 de las 70 camas disponibles están ocupadas. Entre quienes descansan en ese refugio se entretejen historias de lucha, migración y sueños aún por alcanzar. Una de ellas es la de Luis Alberto, un joven de 33 años que llegó desde Venezuela hace apenas cuatro días.
Luis relata a LA GACETA su viaje con serenidad, pero cada palabra guarda el peso de una travesía de casi tres meses. Salió desde Valencia, en el estado Carabobo, y atravesó Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y finalmente Argentina. No viajó en avión, ni en autobús. Caminó largos tramos, hizo dedo, durmió en la intemperie. "El momento más duro fue en el desierto, dormí en la arena, solo, con una cobija, mientras el viento me golpeaba", cuenta. Su meta era encontrar un país donde pudiera empezar de nuevo. Y Tucumán apareció como una promesa.
Una amiga le habló del albergue y de la posibilidad de sacar documentos. “Aquí me han recibido como en casa. Dormí anoche y sentí que tenía familia otra vez. Me prestaron una cama, me trataron con respeto… eso vale mucho cuando venís de la nada”, dice.
Un refugio y una oportunidad
En el albergue, quienes demuestran buena conducta pueden incluso aprender un oficio en la panadería municipal. Para muchos, esto significa algo más que un plato de comida caliente: es una posibilidad de reconstruirse. Luis sueña con estudiar administración de empresas y convertirse en profesor. Aún no tiene un celular ni red de contención, pero tiene esperanza. “Primero quiero estabilizarme, estudiar, trabajar. Después, si llega el amor, bienvenido sea”, dice con una sonrisa tímida.
La otra cara del frío
Mientras las temperaturas siguen bajando en la provincia, el refugio se vuelve un salvavidas. La mayoría de los albergados son tucumanos, personas que por distintos motivos han quedado fuera del sistema. Algunos conviven con enfermedades, otros con adicciones, otros simplemente con el peso del abandono. Pero todos comparten algo: la necesidad urgente de un lugar seguro donde pasar la noche.
Los trabajadores del albergue conocen bien estas historias. “Lo que más damos es contención. Algunos llegan con miedo, con desconfianza, pero después de una ducha caliente y una charla, muchos bajan la guardia”, dice uno de los colaboradores. En estos días fríos, cada gesto suma.
Una lección para todos
Luis sabe que no está solo. Conoció a otros migrantes, muchos de ellos venezolanos como él, que cruzaron países sin más recursos que la voluntad de sobrevivir. “Venezuela tiene de todo, pero no hay dinero para vivir. Todo es en dólares. Uno puede tener comida, pero no cómo pagarla”, explica.
Su historia no es única. Joaquín, de 20 años, llegó desde Posadas, Misiones, hace tres meses. "Vine porque quería cambiar. Estaba en un hogar llamado Esperanza de Vida allá, pero cuando llegué a Tucumán me robaron. Me quedé en la calle. Por suerte, conocí este lugar gracias a un amigo", cuenta. Él destaca la calidez del refugio: "Hay buena atención, te dan de comer bien, se puede lavar la ropa, dormir seguro. Es un hogar para los que estamos acá".
Joaquín habla con madurez sobre lo que lo trajo hasta acá: “Tenía problemas con las adicciones. Pero entendí que el cambio empieza por uno. Yo dejé todo allá -familia, trabajo, amigos- para buscar una nueva vida. Y ahora ayudo a otros chicos. Como soy joven, muchos se sienten identificados. Les cuento lo que viví y trato de que no bajen los brazos”.
A futuro, sueña con volver a su provincia ya siendo “otra persona”. Mientras tanto, colabora en el refugio y comparte su experiencia con quienes llegan recién. “Lo más difícil de la calle es sentirte solo. Te discriminan, te ven mal. Pero también hay gente buena. Yo quiero que los que están afuera sepan que se puede cambiar, que no pierdan la esperanza”.
Maxi, tucumano de 36 años, fue cocinero en varios bares conocidos de la ciudad. “Trabajé en La Morocha, El Crack, Raster. Pero la temporada bajó, me recortaron. No pude seguir pagando la pensión y terminé en la calle”. Estuvo unos días durmiendo en plazas. “Me robaron todo, el celular, la billetera… Dormir en la calle es muy duro”.
Hace 15 días ingresó al refugio. Hoy, como colaborador, ayuda a mantener el lugar: “Limpiamos cuartos, baños, asistimos a los que llegan. Anoche, por ejemplo, vino un hombre mayor. Lo bañamos, le dimos ropa limpia. Hoy no se quiere ir”.
Maxi tiene claro su objetivo: “No quiero quedarme mucho. Estoy anotado en la Dirección de Empleo, quiero volver a trabajar. Pero mientras tanto, este lugar me dio dignidad. Y amigos. Con los otros colaboradores nos apoyamos, nos cuidamos”.
José María, de 34 años, vivió ocho años en situación de calle. “Dormía en la puerta de un consultorio, cuidaba autos en la feria del Parque Avellaneda. Estuve paralítico por consumir cocaína. Me recuperé gracias a Dios. Volver a caminar fue un milagro”.
Llegó al refugio hace dos semanas y hoy también colabora activamente. “Me costaba aceptar ayuda. No me dejaba ayudar por nadie. Pero acá encontré apoyo. Gustavo, el encargado, nos hace sentir que valemos. Hay reglas, pero son para bien. La limpieza, el orden, te van armando por dentro también”.
Sobre su experiencia en la calle, no duda: “Es horrible. El frío, la soledad. Yo sé lo que es. Por eso les diría a los que están afuera que vengan. Que no le den la espalda a la posibilidad de estar mejor. Porque esto no es solo un techo: es una oportunidad”.