El 28 de julio se conmemoran 275 años del fallecimiento de Bach. A los 65 años de edad, en Leipzig (Alemania), nos dejaba en 1750 quien, tal vez, llegó a ser el mejor compositor musical de todos los tiempos. “Al fin alguien del que se puede aprender”, dijo Mozart. Beethoven lo describió como “el padre de la armonía”. Berlioz opinó que “Bach es Bach como Dios es Dios” y un afamado musicólogo alemán, Christoph Wolff, dijo así: “Bach asume hoy su lugar en la música, comparable a William Shakespeare en la literatura o Rafael o Miguel Ángel en las bellas artes”. En fin, existen infinidad de comentarios similares, elogiosos todos y muy autorizados, sobre el gran genio alemán. Lo cierto es que Bach fue muy respetado por los músicos de su época, pero tuvo poco reconocimiento popular en vida. Creador de bajo perfil (diríamos hoy), músico de iglesias y de pequeñas cortes en Alemania, luterano, escribió sus temas para la gloria de Dios. Habiendo nacido en Turingia, quedó huérfano de padre y madre a los diez años, por lo que fue criado por su hermano mayor. Pese a este inicio con tropiezos, se levantó y, a lo largo de su vida, fue una máquina de crear composiciones musicales: cantatas, fugas, misas, conciertos, tales que se calculan en número de más de mil, tanto vocales como instrumentales. Bach se casó en dos oportunidades. De su primer matrimonio nacieron siete hijos, de los que fallecieron tres. Después de enviudar, se volvió a casar y tuvo 13 hijos más, de los que sobrevivieron seis. Es decir, de 20 hijos, solo llegaron 10 a la adultez, muchos de ellos fueron músicos. Compuso obras memorables: La tocata y fuga en re menor, El concierto de Brandeburgo, Porque solo tú eres santo, La cantata BWV 147 o Jesús, la alegría de los hombres. En realidad, poco se conoció de su legado después de fallecido, y fue después de 80 años que un joven músico alemán, Felix Mendelssohn, resucitó su obra. La historia cuenta (aunque tal vez sea una leyenda) que, habiendo Mendelssohn viajado a Leipzig, entró a un negocio con su madre y advirtió que el dueño envolvía productos con papel con notas musicales. Se percató Mendelssohn de que habían sido escritas por Bach, compró entonces el lote de papeles musicales arrumbados en el ático del negocio, y evitó con ello que se perdiera el extraordinario legado de Bach. Digamos que, así como Max Brod no destruyó los escritos de Kafka y nos permitió leer sus libros, de la misma manera Mendelssohn rescató la música del genio alemán, de una carnicería de Leipzig, evitando que se perdiera. Hoy nos deleita y forma parte del patrimonio artístico de la humanidad. Mendelssohn dirá: “Es el destino que sea yo, un judío, quien dé a conocer al mundo la obra más grande de la música cristiana”. Bach, finalmente, falleció pobre y ciego, tanto que los recursos de la viuda no alcanzaron para hacerle una lápida. Enterrado junto al muro de la iglesia de San Juan en Leipzig, por 150 años su tumba permaneció sin identificar. Hoy sus restos reposan en la iglesia de Santo Tomás de la misma ciudad. “Dios no tiene idea de cuántos creyentes le debe a Bach”, dirá Emil Cioran (filósofo ateo y nihilista). Estas frases, que extraje del libro de Javier Cercas El loco de Dios en el fin del mundo, destacan lo sublime, celestial y extraordinaria que fue, es y será siempre la polifonía de aquel genio y creador que se llamó Johann Sebastian Bach: su música, eterna caricia al alma. Nuestro homenaje.

Juan L. Marcotullio                           marcotulliojuan@gmail.com