El amor de una mujer hacia un hombre poderoso ha sido, históricamente, motivo suficiente para su condena. No importa cuánto tiempo haya pasado, cuántos matices tenga la historia ni cuán adultos hayan sido sus protagonistas: siempre habrá una forma de narrar que la coloque a ella en el lugar de la que transgredió, manipuló, se metió donde no debía. La que interrumpió el orden. La que rompió algo.

En estos días, a raíz de la serie “Sin querer queriendo”, las redes sociales volvieron a mirar con lupa la historia entre Florinda Meza y Roberto Gómez Bolaños. Una relación que duró décadas, que comenzó mientras él aún estaba casado y que ahora se revisita con un énfasis peculiar: no tanto en él, sino en ella. En su juventud, en su posición laboral, en su lugar dentro del grupo. En lo que hizo, en lo que dijo, en lo que obtuvo. ¿Por qué preferimos imaginar a los hombres como víctimas de seducción antes que asumir que también desean, deciden y persiguen?

Mary Beard, historiadora británica especializada en estudios clásicos, escribió que desde la Antigüedad, las mujeres que hablan en público, las que toman decisiones o hacen visible su deseo, son tratadas como anomalías. En “Mujeres y poder”, Beard plantea que la cultura patriarcal ha desarrollado múltiples formas de callarlas, desplazarlas o ridiculizarlas. A veces con violencia. Otras, con burla. Muchas veces, con moral. No hace falta gritar para disciplinar: basta con convertirlas en personajes desagradables, interesadas, ambiciosas.

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La figura de la “roba maridos” es una de esas herramientas culturales. Funciona como un atajo moral para explicar situaciones complejas sin tener que interrogar la responsabilidad de los hombres. Se proyecta sobre ella la totalidad del conflicto: es ella la que desea demasiado, la que insiste, la que se aprovecha. La que, por alguna razón, debe cargar con las consecuencias públicas del deseo de otro.

Otros casos

Esa narrativa no se limita a una época ni a una región. La hemos visto repetirse con nombres distintos pero con la misma estructura: Angelina Jolie fue convertida en la “destructora” del matrimonio entre Brad Pitt y Jennifer Aniston, aunque él también eligió. La China Suárez fue señalada como la gran culpable del escándalo con Mauro Icardi y Wanda Nara, mientras a él se lo reducía a un “confundido”. Y más atrás en el tiempo, con Yoko Ono, responsabilizada de haber “separado” a los Beatles. El patrón se repite: cuando hay conflicto, se construye una culpable. Y casi siempre es una mujer que deseó en público, que no pidió disculpas o que no supo correrse a tiempo.

Silvia Federici, filosofa y activista feminista, en su análisis del cuerpo y el trabajo de las mujeres, sostiene que el deseo femenino ha sido históricamente regulado porque amenaza el orden. La mujer deseante —no la que se enamora, sino la que elige— pone en jaque la propiedad, la familia, la autoridad. En cambio, el deseo masculino es naturalizado, invisible, excusado. Cuando un hombre mayor, casado y jefe inicia una relación con una mujer más joven y subordinada, la lectura cultural suele ser indulgente con él y despiadada con ella.

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Florinda Meza tenía veinte años menos que Roberto Gómez Bolaños. Él era su jefe, su director, su guionista, su compañero de escena. También era un hombre casado con seis hijos. Sin embargo, la conversación sigue girando en torno a ella: ¿cómo llegó ahí?, ¿por qué tuvo tanto poder?, ¿a quién desplazó?, ¿qué arruinó? ¿Y si no fue ella quien se metió en su vida, sino él quien decidió cambiar la suya?.

La escritora argentina Tamara Tenenbaum señala que el amor, lejos de ser una zona privada, está moldeado por reglas sociales profundamente desiguales. En “El fin del amor” escribe que “una elección dentro de un marco desigual no es necesariamente una elección libre”. ¿Cuánto poder tenía Florinda en ese vínculo? Florinda eligió, sí. Pero eligió dentro de un sistema que no la posicionaba como par. Él tenía el prestigio, la autoridad, la edad, el mando. ¿Qué tan libre puede ser un amor cuando está marcado por esa asimetría?

La historia pública de esta pareja terminó cristalizada en una fórmula fácil: ella fue la que dividió al grupo, la que se quedó con todo, la que gobernó en las sombras. Esa narración no solo oculta el deseo masculino, sino que también refuerza la fantasía de que los varones solo caen cuando una mujer los arrastra. Pero, ¿no hay elección del otro lado?.

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El deseo masculino también es activo. La infidelidad no necesita una “bruja” para materializarse. Basta con un hombre que decide. Pero reconocer eso implica revisar algo más incómodo: el modo en que muchos hombres han ejercido poder dentro de vínculos afectivos, laborales y creativos. Y también el modo en que la sociedad ha preferido apuntar a ellas antes que revisar lo que ellos podían hacer sin consecuencias.

¿Por qué nos cuesta tanto asumir que los ídolos también desean, también engañan, también toman decisiones? ¿Por qué necesitamos que haya una culpable, una figura a la que se le adjudique la ruptura, el conflicto, la traición?

Quizás lo que incomoda no es que Florinda haya amado a un hombre casado. Sino que ese hombre la haya amado de vuelta. ¿Dónde ponemos el deseo masculino cuando no se puede convertir en excusa?