Muchos compatriotas justifican el estilo presidencial actual en contraposición al deterioro institucional que hemos soportado durante años. Dicen, no sin razón, que duelen más los actos que las palabras. Que los piquetes interminables, la violencia de los aparatos gremiales, las tomas como forma de presión, el desprecio a la ley y la impunidad convertida en bandera, nos han empujado al hartazgo. Y es cierto. Hemos callado demasiado. Pero también es cierto y lo sé cómo hombre de leyes que la palabra en boca del Presidente no es un desliz, es un acto de gobierno. No es opinión: es señal, es ejemplo, es guía. Y cuando se ejerce desde la ofensa, erosiona. Cuando se grita desde la cumbre del poder, se naturaliza el desprecio y se enseña la violencia. Porque un presidente no solo administra recursos: moldea la cultura política con cada palabra. No se cuestiona aquí el cambio, ni la voluntad de corregir el rumbo. Se cuestiona el cómo. Porque el cambio no puede ser demolición sin planos. No puede ser furia sin derecho. No puede ser desprecio por la disidencia. La República -esta casa frágil que aún habitamos- necesita reformas, sí, pero también necesita decencia en el tono, grandeza en la escucha, firmeza con templanza. Escuché ambas voces. Las comprendo. Las respeto. Pero como jurista, como hombre que cree en la ley y en el alma de las palabras, siento el deber de decirlo: no podemos permitir que el grito reemplace al argumento. Que la palabra se use como látigo y no como puente. Porque cuando desde el poder se insulta, se multiplica la violencia; se intoxica la política; se oscurece la República. La esperanza no está en los extremos: ni en el silencio cómplice ni en la furia encendida. Está en la palabra justa. En el respeto sin renuncia. En el ejemplo que no hiere. En el cambio con alma. En la república no se gobierna a gritos, sino con el corazón templado por la ley y la razón.
Jorge Bernabé Lobo Aragón
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