La reciente muerte de Alejandra “Locomotora” Oliveras, a los 47 años, deja un vacío enorme en el boxeo argentino. Su legado, sin embargo, permanece imborrable, especialmente por dos noches que definieron su carrera y la posicionaron como una leyenda del deporte nacional.

La primera fue en mayo de 2006, cuando con apenas seis peleas profesionales en su haber viajó a Tijuana y logró lo impensado: derrotó por nocaut técnico a la mexicana Jackie Nava, ídolo local, y se consagró campeona mundial supergallo del Consejo Mundial de Boxeo. La proeza tuvo un matiz aún más dramático: Oliveras peleó con la mano fracturada desde el tercer asalto. “Peleé cinco rounds con tres fracturas. Nadie entrenaba como yo”, solía recordar con orgullo.

Aquel triunfo fue histórico, no solo por el título, sino por el contexto personal. Días antes del combate, descubrió una dolorosa traición familiar que casi la saca del ring. Pero canalizó ese dolor en disciplina, y encontró en el boxeo una vía para sobreponerse.

La otra gran noche de su carrera tuvo lugar en abril de 2013, en su Jujuy natal. Ante un estadio repleto y el aliento incondicional de su gente, defendió el cinturón pluma de la OMB frente a la colombiana Calixta Silgado. En el quinto asalto, un demoledor derechazo dejó a su rival sin respuesta. El nocaut fue tan fulminante como recordado: uno de los más espectaculares en la historia del boxeo argentino.

Con un estilo agresivo, potencia en los puños y una determinación inquebrantable, Oliveras logró lo que ningún otro púgil argentino -hombre o mujer- ha conseguido hasta hoy: conquistar cuatro títulos mundiales en distintas categorías. Supergallo, pluma, ligero y superligero, su nombre quedó escrito entre los grandes del boxeo internacional.

Más allá de los cinturones, fue su fuerza de voluntad y su historia de superación lo que la convirtió en un símbolo. Alejandra fue mucho más que una campeona: fue una guerrera que encontró en el ring su lugar en el mundo.