En la vida hay momentos en los que uno siente un llamado imposible de ignorar. Para Fernando Cruz, ese llamado llegó de forma inesperada, casi como una señal del destino. Durante años, el deporte había sido parte de su vida: primero con la natación en su infancia y luego con el crossfit. Sin embargo, la rutina y las responsabilidades lo habían alejado de ese contacto con el agua que tanto disfrutaba. Un día, mientras entrenaba por la mañana, recordó esa sensación y decidió volver a nadar.

El impulso coincidió con un hecho fortuito: al mediodía, mientras estaba en casa, vio en la televisión a Matías Olá invitando a participar en la tercera edición de la Winter Swimming World Cup Argentina, una competencia de natación en aguas heladas frente al glaciar Perito Moreno. Las imágenes de las ediciones anteriores lo estremecieron. Sintió la piel erizada y una corazonada profunda: tenía que estar allí.

Con 35 años y reflexionando sobre lo que él llama la “segunda etapa” de su vida —tomando como referencia una expectativa de vida de 70 años—, Fernando sintió que era el momento perfecto para un desafío así. “Es como empezar un segundo tomo de mi vida”, pensó. En su trabajo comenzó a averiguar si podía pedir los días para viajar y, en cuanto tuvo la confirmación, supo que no había vuelta atrás. “Yo pienso que, desde que nacemos hasta los 30, vamos subiendo en la vida, como escalando una montaña. Desde los 30 hasta los 60 estamos en una meseta y desde los 60 empezamos a bajar…”, ejemplificó el nadador.

GRAN HAZAÑA. Fernando, con sus medallas, sonríe orgulloso LA GACETA /OSVALDO RIPOLL

Cuando le contó a su familia, la reacción no fue de apoyo inmediato. “¿Estás loco? ¿Para qué vas a ir hasta allá? Si querés nadar, andá, a El Cadillal”, le dijeron, incrédulos ante el objetivo que se había planteado. Pero para él no se trataba solo de nadar: lo vivía como una especie de retiro espiritual, una experiencia para reconectar consigo mismo y desafiar sus propios límites. Ni siquiera pensaba en las medallas. Competir con nadadores de todo el mundo no era su objetivo principal; buscaba crecer, sanar y vivir algo único.

La preparación comenzó dos meses antes del evento. El primer mes lo dedicó a acostumbrar su cuerpo al frío: entrenamientos al aire libre con poca ropa, meditaciones a torso desnudo y duchas de agua helada cada mañana. Aprovechaba las primeras horas del día para exponerse a bajas temperaturas, convencido de que “el cuerpo es el caballo y la mente el jinete; si el jinete domina al caballo, todo sale bien”. En el segundo mes, sumó trabajo de fuerza y potencia, y empezó a entrenar en el lago El Cadillal, sin importar si llovía o había viento. Buscando un frío más intenso, comenzó a nadar en la cascada Río Noque a las ocho de la mañana, permaneciendo en el agua helada entre 10 y 15 minutos para simular lo que viviría frente al glaciar.

El día de la competencia, Fernando se anotó en cinco carreras: 50 y 100 metros libre, y 50, 100 y 200 metros pecho. Sin embargo, un error de ubicación —no estuvo en la zona de largada a la hora del llamado— le hizo perder la primera prueba, los 50 metros libre. “Me estaban viendo desde Tucumán y yo había venido hasta acá… sentí que había perdido tiempo, dinero y mucho esfuerzo; me puse mal”, recuerda. Pero no se dejó vencer. Se concentró en la siguiente prueba, los 100 metros. Durante la carrera tuvo que enfrentar dificultades: tomó agua de más, se le llenaron las antiparras y el frío del glaciar le exigía más de lo esperado. Aun así, llegó a la meta en buena posición. Al salir, un compañero le dijo que había ganado la medalla de bronce. “Fue una mezcla de sorpresa, alegría y alivio, después de los percances que había tenido en la competencia en sí”, recordó el tucumano.

La gran recompensa llegó en los 200 metros pecho, prueba en la que compitió contra nadadores de otra categoría y, sin saberlo, logró un tiempo que le valió la medalla de oro en su grupo de edad, de 30 a 39 años. “No lo podía creer. Estaba entrando al sauna cuando me dice uno: ‘Tucu, te llevás la de oro’”, cuenta con una sonrisa.

Más allá del resultado deportivo, Fernando siente que esta experiencia fue su propio kintsugi, la técnica japonesa que repara objetos rotos con oro, dejando sus cicatrices visibles como símbolo de fortaleza. “No va a quedar igual, pero esas cicatrices te ayudan a brillar y crecer”, reflexiona. El viaje, el entrenamiento, el frío extremo y la superación personal fueron parte de un proceso sanador y transformador.

Ahora, Fernando sueña con seguir compitiendo en aguas heladas. Piensa en participar en el próximo mundial de natación invernal en Finlandia. Mientras tanto, continúa con su rutina  trabajando en un supermercado y haciendo Uber Moto por las mañanas. “Esto me recordó quién. No fue solo una competencia; es parte de lo que soy ahora”, afirma, convencido de que las decisiones más impulsivas son las que nos llevan a los lugares importantes.