Resulta irritante y tristísimo a la vez (una mezcla de indignación y congoja) ver cómo movimientos revolucionarios surgidos de una auténtica voluntad transformadora, con líderes otrora imbuidos de la llamada «ética revolucionaria», derivan con el tiempo y las generaciones en su más grotesca caricatura. No me refiero al fracaso estrepitoso de los sistemas políticos, que ya tanto conocemos, sino a la impiedad con la que arruina el poder a sus personeros de toda laya. Veamos si no al nieto de Fidel Castro, el tal Sandro, que ha alcanzado por estos días algún protagonismo mediático como influencer, difundiendo videos que son el colmo de la idiotez y la frivolidad. Tal parece ser su profesión, y con treinta y tantos años, ya había dado la nota varias veces antes, exhibiendo un tren de vida de lujo y extravagancias en su mansión protegida y aislada, reducto de una Habana agonizante de apagones, carestía y miseria, subiendo desde allí a las redes fotografías con su impecable novia en bikini, junto a la piscina, o en bacanales con famosos, emulando las idílicas jornadas veraniegas de Luis XVI y María Antonieta en Versalles.
No exagero, y no se trata de un caso aislado, o dos, sino de la muy probable unanimidad. La pléyade creciente de hijos, nietos y sobrinos de los líderes revolucionarios que a finales de los 50 vagaron alucinados y harapientos por la Sierra Maestra montados en un burro y empuñando un fusil, ahora quieren estudiar cine en Nueva York o finanzas en Londres, ser modelos de pasarela en Milán, practicar seria y profesionalmente deportes de invierno en los Alpes, casarse con una modelo rusa, conducir un Ferrari, asociarse con Cristiano Ronaldo en algún emprendimiento hotelero o gastronómico, o vivir la vida y ser los reyes de la noche en las discotecas más exclusivas de Madrid empuñando a la bella Ana de Armas, como es el caso de Manuel Anido, hijastro del dictador Díaz-Canel. Son muchos, y quieren, quieren, quieren… un conjunto de cosas legítimas y razonables, según su parecer, y que en el fondo no le hacen mal a nadie. Aunque algunos nietos y hasta bisnietos de aquella malhadada y zaparrastrosa generación, como ya vamos viendo, entran en una órbita diferente y solo buscan drogarse, hacer payasadas en las redes y gastar el dinero a tontas y a locas, bastante lejos de la famosa consigna que el Estado cubano pretende inculcar en sus vástagos: «Seremos como el Che».
Estos hijos, nietos y sobrinos selectos, herederos de la élite castrista (y ahora también del sandinismo y la oligarquía chavista) son la consecuencia de un poder absoluto y omnímodo, de una fortuna y unas ambiciones que, cuando queremos darnos cuenta, no tienen nada que ver con el ideario original de sus tíos, padres y abuelos, aquellos barbudos idealistas que hablaban del «hombre nuevo» y de una nueva sociedad, y que ahora los avergüenzan, y cuyos retratos han ido pasando de las estanterías y las paredes de sus casonas a los arcones del olvido. Y es que la «ética revolucionaria» no es algo que se herede tan fácilmente como la fortuna. Son genes más bien duros de transmitir, se autodestruyen, o se replican por oposición, vaya uno a saber.
Y me detengo un momento en aquello de la «ética revolucionaria» para que no caiga por completo en el olvido: ir a un gimnasio a modelar el cuerpo, broncearse al sol o mostrar preocupación por la ropa eran vanidades inaceptables para un revolucionario de aquellos. Ni hablar del consumismo, el lujo y la pereza, vicios burgueses por excelencia. La «ética revolucionaria» fue siempre una ética del sacrificio, la entrega y la austeridad, una ética, si se me permite, bastante conservadora. Poco queda de todo aquello en nuestra sociedad tecnoedonista, si acaso algunos restos, muy a contracorriente, entre los frailes y las monjas de clausura, en la gente de campo, en los maratonistas y los novelistas anónimos, en quienes voluntariamente eligen caminos largos y escarpados en la vida. Lejos de las pretendidas utopías sociales, porque la promesa de un hombre nuevo, tenemos que concluir, se frustra más rápido y peor cuanto más cerca se está del núcleo del poder absoluto, del caudillismo y de la tiranía.
Se avecina, para 2026, el centenario del nacimiento de Fidel Castro, y en Cuba ya se preparan los fastos para la ocasión. Pero el legado de Fidel es discutible, porque, a pesar de los discursos kilométricos, no dejó libros ni ideas para la posteridad. Tampoco una progenie ni un modelo de sociedad que mínimamente funcionen. Quizás pueda rescatarse el alocado voluntarismo de los primeros tiempos, el empecinamiento tras un ideal, y el recuerdo de una ética revolucionaria abandonada en la puerta a su llegada al poder.
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Juan Ángel Cabaleiro – Escritor.