El impulso de cuidar

Cuando a las 5.30 muchos aún duermen, Elsa López camina con pasos seguros y medidos por la cinta de Jockey Gym, como quien aprendió que la constancia también es una forma de cuidado.

“Al principio me daba vergüenza”, confiesa. “Pensaba que esto era para jóvenes, que una mujer de mi edad (tiene 62 años) iba a quedar descolgada. Pero Gonzalo insistió tanto…”, menciona.

Gonzalo Mateos es su hijo del medio y su entrenador. Está a unos centímetros de ella, como su guía y vigilia. Tiene el gesto concentrado de quien conoce el lenguaje del cuerpo y el amor paciente de quien ha aprendido a traducirlo.

Hace cinco meses, él la convenció de entrar por primera vez al gimnasio. Elsa había dejado el ejercicio hace años, después de criar a tres hijos y atravesar una parálisis facial leve que la obligó a frenar. “Uno se acostumbra a cuidar de los otros, pero no de uno mismo”, dice. Hasta que un día, cansada de caminar con miedo a perder el equilibrio, escuchó a su hijo decirle: “Mamá, vení, hacelo por tu salud”.

Y fue.

Desde entonces, cada mañana se viste y sale decidida a no frenarse. Camina, pedalea, levanta pesas. “Ahora tengo más fuerza, más ánimo. Me siento mucho mejor”, comenta.

Y agrega: “Cuando empecé, me dolía todo. Ahora, cuando paso un día sin venir, me falta algo. El cuerpo también se acostumbra a sentirse bien”.

Gonzalo la observa todo lo que dura su clase. No interviene demasiado: un gesto, una mirada, una corrección mínima. Entre ellos hay un diálogo que no necesita de muchas palabras.

“Entrenar a mi mamá fue un desafío -cuenta él- No sÓlo porque es mi madre, sino porque tiene miedos distintos a los de cualquier alumno. Tenía que demostrarle que podía hacerlo, que el cuerpo no se vence con la edad, sino con el abandono”.

El entrenamiento de Elsa no busca récords ni grandes transformaciones estéticas. Se trata de recuperar el dominio del propio cuerpo, la sensación de fuerza interior. “A esta edad ya no se trata de verse bien -dice ella-, sino de estar bien. De poder subir una escalera sin dolor, de caminar sin cansarse. Esa es mi prioridad hoy”.

La ciencia lo sabe: después de los 60 años, el músculo comienza a perder masa y tono. La actividad física no sólo mejora la circulación y el ánimo, sino que retrasa procesos degenerativos y refuerza la independencia.

Gonzalo asiente. “Entrenarla me enseñó muchas cosas”, asegura. “A tener paciencia, a no subestimar. A entender que no hay edad para empezar; hay algo muy poderoso en ver a las personas mayores recuperar la confianza en su cuerpo. En el caso de mi mamá, fue ver cómo cambiaba su postura, su forma de caminar, y cuando es alguien tan cercano es muy especial”, describe.

Por su parte, al hablar de su hijo, Elsa se emociona y con los ojos llenos de lágrimas dice: “Siento orgullo de lo que hace, del buen profesional que es, y que sea él quien me acompañe en este camino ahora”

La fuerza, parece decir esta historia, no siempre se hereda en los genes. A veces se construye juntos y a paso lento, pero siempre firmes.

La danza como herencia

La luz de la mañana se filtra por las ventanas del estudio de baile y dibuja sombras que se mueven como agua en el espejo. En el piso de madera, descalzas, dos figuras repiten una secuencia de movimientos. No hay música todavía, sólo el sonido de las respiraciones y el roce del cuerpo con el aire.

Alejandra Tello corrige con una mirada leve; Nikea Andreivna Kozlov, su hija, la sigue, ajusta, improvisa. Entre ambas se crea algo que no se puede enseñar. Una sintonía corporal que trasciende la técnica.

“Yo nací en la danza clásica -cuenta Nikea-. Desde los cuatro años estoy en esto, fue la primera vez que salí al escenario. Pero de hacerlo con la seriedad que merece, empecé a los ocho o nueve años. Era algo que ya traía conmigo desde chiquitita”.

Su voz tiene la calma de quien pertenece a un lugar desde siempre. No recuerda un tiempo sin la danza, ni sin su madre en el mismo espacio: “Siempre estuve con mi mamá y con mi papá (Andrey Kozlov), con ambos. Lo vivo con la misma pasión que ellos. Para mí es un orgullo y un honor enorme saber que tengo como padres a dos grandes de la danza”.

Nikea habla de su madre con un cariño que no es complaciente, sino admirativo. “Somos el yin y el yang con mi mamá. A veces discutimos mucho, pero la respeto y la admiro profundamente. Admiro cómo se entrega con sus alumnos de una manera desinteresada, siempre por amor al arte. Lo da todo. Para mí, mi mamá es lo más grande”, afirma.

Alejandra la mira desde otra parte de la sala y sonríe al escucharla. Tiene una trayectoria que atraviesa medio siglo de danza. “Empecé en la Escuela de Danza de la Provincia, cuando todavía no era la Escuela Superior de Educación Artística”, rememora. “Después tuve la suerte de entrar al Ballet Estable de la Provincia, donde estuve 24 años. Fui bailarina, después me jubilé, y me dediqué a la docencia. Me gusta mucho la coreografía, siempre me gustó enseñar”, reconoce.

Pero ser maestra de su propia hija fue, admite, un desafío. “Es complicado -afirma, entre risas-. Cuando empezó era pequeña y costaba que entendiera la diferencia entre la mamá y la docente”.

Su hija lleva en su nombre una herencia. “Mi nombre viene del lado materno porque ella tiene descendencia griega. Nikea es una diosa que representa la victoria y la libertad”, explica. Y ella se siente muy libre, sobre todo al bailar.

“Cuando bailás, te transportás a otro lugar, donde sólo sos vos y el escenario”, señala y ese sentimiento la llevó a encontrar su propio estilo dentro de la danza. “Yo me incliné por las danzas de carácter -cuenta-. Son danzas típicas de distintas regiones del mundo: ucranianas, italianas, alemanas, griegas. Son las que más disfruto hacer con mi mamá. Es lo que más me gusta, a lo que más me dedico”.

Y reconoce: “Yo sé que mi mamá no es sólo mi mamá. Es madre de muchos alumnos que pasaron por su vida y que la tratan como a una madre. Yo tuve que aprender a compartirla desde siempre y entender que así como yo la tengo, otros también la sienten suya”.

Alejandra asiente, con una mezcla de orgullo y ternura. “Es que la docencia te multiplica. Uno se reparte entre muchos cuerpos, muchas almas. Pero siempre se vuelve”, reflexiona.

Un hilo que no se corta

Hay hilos que no se cortan nunca. A veces se aflojan, se esconden entre las vueltas de la vida, pero siguen ahí, a la espera de una nueva puntada para volver a tensarse. Así fue para María Fernanda Juri y su mamá, María Susana Herrera, quienes se reencuentran una y otra vez alrededor de un ovillo.

Fernanda tenía ocho años cuando su madre le enseñó a tejer. Recuerda las tardes largas, el ruido seco de las agujas y la paciencia infinita con que Susana le guiaba las manos. Luego vinieron los estudios, la facultad, los trabajos, la maternidad… y el tejido quedó guardado entre recuerdos y cajones. Hasta que una invitación inesperada -un taller de agujas circulares de Libro de Oro- volvió a entrelazar sus caminos.

“Fue una oportunidad para volver a hacer algo con mi mamá”, cuenta Fernanda, como quien encuentra un refugio en lo cotidiano. “Ella fue la que me enseñó a tejer, pero esta técnica era nueva para las dos, así que partimos desde el mismo lugar, aprendiendo juntas”, indica.

Las agujas circulares, según explica Fernanda, son dos palillos unidos por un cable flexible. A diferencia del tejido tradicional, permiten trabajar en espiral, sin costuras, con un ritmo más fluido, casi hipnótico. “Los puntos son los mismos, pero cambia el movimiento”, ejemplifica.

En ese movimiento circular, madre e hija descubren lo lindo de la complicidad de compartir un hobby. Ya no sólo hablaban de comidas familiares o rutinas; ahora intercambiaban patrones, tipos de lana, combinaciones de colores. “Mi mamá ya no me llama solo para ver qué vamos a comer el domingo, sino para preguntarme qué punto estoy usando o qué aguja me conviene más”, dice Fernanda, entre risas. “Es como descubrir otra parte de ella, una mujer creativa, curiosa, que disfruta aprender. La veo como compañera, no solo como mamá”, reconoce.

La historia del tejido en esta familia es una cadena: Susana aprendió de su madre, y ahora Fernanda teje junto a ella mientras su hija Roma, de apenas cuatro años, juega a imitar los movimientos con sus propias agujitas. “Ella todavía no sabe tejer, pero elige los colores de sus prendas, los flecos, las lanas. Le encanta participar”, cuenta. En esa pequeña, el hilo ya ha pasado a otra generación.

Fernanda, contadora de formación, encontró en los últimos años un nuevo rumbo. Dejó la oficina y fundó su emprendimiento María Love Deco, dedicado a transformar objetos olvidados en piezas decorativas únicas. “Siempre tuve algo artístico adentro. Ahora puedo expresarlo: con la madera, con la lana, con lo que sea que mis manos toquen”, dice. Vive entre la ciudad y Tafí del Valle, donde tiene un glamping y un taller lleno de texturas y colores. “Ahí tejemos, diseñamos, creamos. Es un lugar donde las cosas respiran distinto”, asegura.

Susana, médica jubilada, encuentra en el tejido una forma de calma. En el vaivén de las agujas circulares, ambas saben que no hay jerarquías ni edades. Sólo dos mujeres, unidas por la misma hebra de lana, creando algo juntas.

Dos voces, un mismo tono

El piano de la sala tiene en sus teclas una historia de medio siglo. Fue el regalo que un padre melómano le hizo a su hija cuando tenía apenas cuatro años. Desde entonces, ese instrumento ha sido testigo de canciones, clases, ensayos, coros y risas familiares. Pero además es una pieza fundamental en la historia de María Eugenia de Chazal y su hija, Batiah Adler de Chazal.

Es que cuando suenan las primeras notas, no hay duda: las dos comparten algo más que una sangre o un apellido. Cantan como si el sonido viniera de un mismo lugar invisible. “Tenemos una simbiosis con el sonido”, dice Eugenia, y atraviesa los años, los escenarios, las diferencias, y las devuelve a un mismo origen. El de la música como refugio y como destino.

“Yo digo que canté desde la panza”, ríe Batiah, con una voz que mezcla humor y certeza. “Mi mamá dirigía coros desde siempre, así que crecí escuchando voces, ensayos, afinaciones, esa energía coral que se mete en el cuerpo sin que te des cuenta”. “Cantar era algo natural -agrega-. No me imaginaba la vida sin música”.

Su madre la recuerda pequeña, parada entre los coreutas, con su carpetita de letras de María Elena Walsh. “No sabía leer todavía, pero igual la llevaba. Decía que era su partitura”, cuenta María Eugenia.

Con los años, Batiah siguió su propio camino. Se formó como cantante, actriz y docente. “Tuve que hacer un largo proceso personal para decidir dedicarme por completo al arte”, admite.

La maestra y la alumna

Primero la maestra fue la mamá, pero al crecer los roles se invirtieron: Batiah fue profesora de canto de su madre. “Era muy divertido”, dice. “Yo tenía que recordarle que en la clase era alumna. A veces se olvidaba y me corregía a mí”, confiesa risueña.

María Eugenia asiente, con una sonrisa de orgullo. “Es que una nunca deja de ser docente. Pero fue hermoso aprender de ella. Descubrí cosas de mi propia voz que no conocía. Me hizo salir del rol de directora y volver al de cantante”, admite.

Ese intercambio de roles las fortaleció. Madre y alumna. Hija y maestra. Las fronteras se diluyeron. “En el fondo, aprendemos una de la otra todo el tiempo”, dice Bathia.

Eugenia tiene más de tres décadas dedicadas a la dirección coral. Se formó en Tucumán y en La Plata, y dirigió algunos de los coros más reconocidos de la provincia. “La dirección coral me eligió a mí -sostiene-. Yo sólo seguí la música adonde me llevaba”.

Desde entonces, ha formado a cientos de voces, pero la que más la emociona sigue siendo la de su hija. “Cuando Batiah canta, me conmueve -admite-. No sólo porque es mi hija, sino porque siento que entiende la música como yo. Desde el alma, no desde la técnica”.

El año pasado, madre e hija estrenaron “Tejiendo melodías”, un espectáculo que combina zambas, tangos, folklore y música latinoamericana. Lo presentaron en salas de Tucumán y el público salió emocionado.

“Es la primera vez que compartimos el escenario las dos como cantantes”, cuenta Batiah, para luego remarcar: “Es un diálogo entre nuestras voces, nuestras historias y nuestras generaciones”.