Para muchos niños tucumanos, la sala maternal es el primer lugar donde aprenden a estar con otros. Y entre mochilas diminutas y mantitas se va tejiendo un puente: el que une la casa con la escuela, la confianza con la duda, el amor con la independencia.
La maestra jardinera Agostina Navarrete, hoy secretaría del jardín Conejito Saltarín Kids, lo explica sin tecnicismos, desde la experiencia diaria: “Hay chicos que no lloran nunca y otros que lloran diez días. Lo más importante es que los padres no retiren al niño cada vez que llora, porque eso fija miedo. La adaptación es un proceso, no una prueba. Cuando la familia y el jardín trabajan como equipo, todo fluye”.
Agostina habla bajito, como si siguiera en una sala con bebés durmiendo. Cuenta que hay mañanas en las que el corazón de la mamá queda en la mano, y que ese instante es casi físico: si el adulto se quiebra, el pequeño se quiebra también. “Primero se adapta la familia -dice-. Después, el niño. Y a veces, a la semana, ellos entran contentos y la mamá queda afuera llorando igual”.
En otro edificio, Cecilia Toledo Carabajal camina entre cunas, cochecitos y sillas pequeñas. Ella dirige y trabaja en el maternal Casita del Sol, y recibe bebés desde recién nacidos. Sabe que la palabra “dejar” puede doler, así que no la usa: prefiere “acompañar”. “Nos adaptamos a su rutina, no al revés. Cada bebé tiene su cunita, su cochecito, su manera de dormir. Si toma la mamadera así, seguimos así. Si duerme en brazos, lo vamos acompañando de a poco. No los llenamos de cambios de golpe”.
Elegir un jardín maternal en Tucumán: cómo se decide, qué se siente y qué mirarCecilia repite algo que se escucha mucho entre directoras, pero a veces poco en la calle: el jardín no es un depósito, es tiempo fundacional. “Cambiamos pañales, acompañamos el control de esfínteres, escuchamos, detectamos señales. Hay niños que pasan muchas horas acá. Entonces ‘maternamos’: sostenemos, calmamos, abrazamos. Cuando la mamá llega con culpa, se nota. Y la culpa alarga la adaptación. El chico sabe si estás tranquila”.
Comprensión
En su voz no hay reproche; hay comprensión. Ella vio padres quedarse con lágrimas, vio chicos hacer sus primeros pasos en esas mismas baldosas y vio familias volver meses después a agradecer. “El jardín -explica- es familia también”.
Más allá, entre muñecos, sonajeros y pizarrones bajitos, María Carolina Salgado repite una frase que para ella es brújula cotidiana. Lleva 16 años acompañando primeras infancias en Jardín Maternal Lolito, en Tafí Viejo, y todavía se emociona cuando ve a un niño entrar solo por primera vez. “La primera adaptación es la de los padres”, dice sin dudar. “Empezamos con tres días y una hora. Después una hora y media, dos, hasta llegar a tres o cuatro. Todo depende del niño”.
Cuando la educación empieza antes del jardín: quién cuida a quienes cuidanCarolina cuenta una escena que se repite: el niño que llora porque es pequeño y está descubriendo el mundo; la madre que llora porque también está aprendiendo a confiar en él y en la maestra que lo sostiene. “Hay llanto porque hay desarrollo emocional, porque hay madurez en construcción. No porque falte amor ni juguetes. A veces los padres creen que acá no va a haber rasguños o frustraciones. Pero el jardín es vida real: hay juego, movimiento, exploración”.
Y aclara, como quien quiere dejar grabado algo importante: “Queremos que dejen de vernos como ‘guardería’. Somos educación y ‘maternaje’. No cuidamos el tiempo: acompañamos la infancia”.