El martes pasado en el plató de LG Play tratamos de reflexionar sobre el feminismo. En el intercambio de impresiones y de valores quedaron temas tan simples de mencionar y tan complejos de desarrollar como la educación y la administración de Justicia. Las invitadas al convite dejaron más preocupaciones en el despliegue de la hora y media de programa. Sin embargo, frecuentemente se volvió a la preocupación cultural de que una profunda transformación en la educación (familiar y escolar) podían coadyuvar a que los femicidios disminuyeran de una vez. “Estamos viviendo un retroceso”, se escuchó decir bajo las luces a giorno de los estudios televisivos de LA GACETA. A medida que se desmenuzaban preguntas o simples temas conocidos a lo largo de la vida tucumana recurrentemente se volvía a la incapacidad de la Justicia para ponerle quicio al tema. Siete mujeres con diferentes profesiones y responsabilidades en la sociedad desafiaron las cámaras para advertirles cómo hay magistrados tucumanos pueden sentir satisfacción y hasta la tranquilidad de la tarea cumplida con una sola medida restrictiva sin entender que la violencia -y la muerte- sólo ha tomado distancia, pero no ha desaparecido.

El caso Tacacho y la violencia de género: “Paola hizo 22 denuncias, y nadie la escuchó”

Las luces se apagaron y como siempre pasa en cualquier programa la conversación siguió. Y cuando todo fue silencio, como a menudo ocurre cuando las palabras se van, aparecieron las reflexiones residuales y particulares.

La idea fija

Entre esas conclusiones quedó escondida entre bambalinas y cobijada en la oscuridad la obsesión. Según el diccionario se trata de una “perturbación anímica producida por una idea fija”. En segundo término afirma: “idea fija o recurrente que condiciona una determinada actitud”. ¿Qué pasaría si esa obsesión se trasladara a la vida social de todos los días y esos fantasmas cohabitara a la luz del día en la normalidad pública?

La filosofía desde distintos pensadores advierte que la obsesión analizada no como un trastorno individual sino como un estado cultural aparece cuando una sociedad fija su atención en un único objetivo, en un miedo, en un líder o simplemente en una promesa. Y, como consecuencia, las diferentes estructuras sociales alimentan la repetición, la vigilancia excesiva y, por lo tanto, pierden la perspectiva. Cualquier parecido a lo que ocurre en estos tiempos en esta provincia, debe ser pura casualidad.

El alemán Max Weber es quien señalaba en sus trabajos sociológicos que esas obsesiones hacían desaparecer la crítica, la política se convertía en fe y por lo tanto las instituciones quedan debilitadas.

Un objetivo es una dirección. Lo que Martin Luther King llamó un sueño. Una flecha dibujada en el piso. Así se sabe a dónde se quiere ir o dónde no estar. Se puede incluso corregir el rumbo. El objetivo es razonable, negociable, humano. Acompaña, no exige. Busca resultados, no víctimas. La obsesión, en cambio, no señala un camino: lo borra. Ya no importa el punto al que se quería llegar, sino la ansiedad de no desviarse un segundo de esa idea fija que empieza a ocuparlo todo. El objetivo debate, organiza desde el consenso la realidad; la obsesión la deforma es la vieja idea de que el mundo sea lo que quiero que sea.

Volvamos al principio de este texto al programa de LG Play. Minutos antes de comenzar “Panorama Tucumano”, ese luchador incansable -y admirable- en que se ha convertido Alberto Lebbos me mandó documentos en los que certificaba la hipótesis que luego con las cámaras encendidas se iba a corroborar: la ignominia que fue la causa de su hija. Es que en algún momento Paulina, ya muerta se convirtió en una obsesión. Fue la obsesión del poder. La desesperación por esconder, por tapar, por deshilachar la verdad. Y esa obsesión terminó haciendo que la Justicia mienta, que los actores públicos hagan trampa, que los cuerpos se desfiguren y que “las verdades parezcan mentiras” como le gusta recitar a Joaquín Sabina.

Ya hace muchos años, la obsesión del poder político por que no se conozcan sus miserias terminaron destituyendo a un juez. Sin miramientos le corrieron la silla a Enrique Pedicone. No estaba el deseo de conseguir una mejor Justicia sino de aplicar un castigo. Los legisladores se salieron de su centro, la Justicia olvidó sus vendajes y las instituciones terminaron deterioradas. Es que la obsesión política termina construyendo la dicotomía de amigo-enemigo. Carl Schmidt supo hablar de este tema y preocuparse de que la democracia caiga en esta especie de guerra fría interna.

A lo largo de esta semana que nunca más volverá ha vuelto la discusión sobre dos temas que obsesivamente manejan empresarios y hombres públicos vinculados al transporte público de pasajeros. Uno de ellos es el aumento del boleto. Obcecadamente, es la única solución -además de los subsidios, claro- que se les ocurre en pos de una solución. Pasan los años, se amontonan las décadas y concejales, intendentes y propietarios de los ómnibus mantienen la misma obsesión. No está en ellos encontrar una salida. El sociólogo alemán Niklas Luhmann sostenía que la sociedad moderna está compuesta por sistemas que reducen la complejidad del mundo para poder operar. Cuando esa reducción se vuelve extrema, es decir que todos los problemas se analizan con un mismo filtro aparece la obsesión social que con un solo tema explica todo.

Pero todo el universo del transporte insiste: hay que ponerle un coto a las aplicaciones a las que instalan en la lógica amigo-enemigo. Hacer desaparecer o controlar a Uber es querer tapar el sol con la mano. Cuando una sociedad cree que su problema tiene una sola causa y una sola solución la democracia pierde su pluralidad natural. Zygmunt Bauman sumido en su realidad líquida llegó a señalar que “el impulso de limpiar es el preludio del impulso de excluir”. Ese es el que mueve hoy la obsesión de concejales y empresarios de simular una solución que ya está claro no les importa. El tiempo y los resultados lo confirman.

Pelea de fondo

En estos tiempos también se ha convertido en una obsesión una discusión que tiene como protagonista principal al ministro público fiscal Edmundo Jiménez y a la estructura que le toca comandar. Críticas y denuncias han ido y han vuelto. La pelea principal ha subido al ring al diputado nacional Carlos Cisneros. En otras veladas estelares, pero en circunstancias parecidas se han visto otras peleas preliminares como las que dio el presidente del Tribunal de Cuentas Miguel Chaibén Terraf contra algunas estrellas de la Caja Popular. En el ring side está todo el poder de Tucumán. Aplauden a unos y a otros. Hasta en los vestuarios deportivos se oyen cánticos como ocurrió esta semana en Tucumán Rugby. En las gradas muchos murmuran. Por conveniencias, por favores recibidos o deudas contraídas. Es difícil encontrar en los pasillos del estadio quien no haga apuestas u opine sobre el resultado de esta pelea central. Movilizada por la obsesión. Jiménez ha optado por el silencio. No habla ni hace declaraciones. Ha sido un modus operandi que le ha dado resultado aparentemente. Y repite este sistema. Mientras tanto, en las esferas del poder se obsesionan en la discusión por un fallo dictado por un juez subrogante, el doctor Lucas Alfredo Taboada, quien ha terminado siendo blanco de crítica de quien tiene mínimos conocimientos de derecho por su decisión de firmar una medida de censura contra CCC y el canal televisivo Enterate.

Las obsesiones no hacen bien. Enferman. Y como se planteó en el programa sobre femicidios, pueden llegar a matar. En el caso de los políticos y los hombres públicos hace que afloren la soberbia y con ella las equivocaciones. Y, como se trata de hombres públicos, terminan enfermando a las sociedades. Y cuando éstas se vuelven obsesivas no razonan: repiten. Es entonces cuando un único miedo o promesa organiza la vida pública y por la tanto la política deja de ser deliberación y se convierte en compulsión. Y, es en ella donde se fabrican los enemigos mucho más rápido que las soluciones.