La historia del Turco ajedrecista comenzó en 1770. Wolfgang von Kempelen, funcionario imperial, políglota y experimentador incansable, había acompañado a la emperatriz María Teresa al teatro para ver a un mago. Von Kempelen encontró malísimos los trucos y le aseguró a la emperatriz que podía hacerlo mil veces mejor, que le diera seis meses. Cumplido el plazo, apareció con un gabinete lacado lleno de puertas falsas, un maniquí vestido de dignatario otomano y un tablero incrustado.
El Turco era un prodigio de ingeniería teatral. En su interior había compartimientos móviles, imanes, bandejas deslizables y mecanismos de relojería. Y, escondido, un ajedrecista digamos chicón y de muy mal humor. La posición era tan incómoda que más de un operador estuvo a punto del desmayo en plena función. Varias veces se interrumpió el espectáculo con la excusa de una avería, cuando en realidad se trataba de ataques de calor o de claustrofobia.
Después de la muerte de Kempelen, su hijo vendió el Turco a otro ilusionista y científico célebre, Johann Nepomuk Maelzel, quien lo llevó por el mundo. El autómata jugó con Benjamin Franklin y con varias celebridades, y fue puesto en aprietos por Edgar Allan Poe en un artículo inolvidable donde el escritor desarmó el truco sin ver jamás el interior del gabinete. Poe observó tiempos, vacilaciones y pequeñas irregularidades en las partidas y concluyó que ninguna máquina podría producir movimientos tan humanos. Se dio cuenta, como el gran Dupin que era, de que el Turco era un hombre disfrazado de máquina.
Sin embargo, quizá su gran momento fue la partida que jugó con el mismísimo Napoleón Bonaparte. En el libro de Tom Standage, El Turco: vida y tiempos de la famosa máquina ajedrecista del siglo XVIII, se reconstruye el episodio con rigor y humor.
En mayo de 1809, durante la ocupación francesa de Viena, Napoleón instaló su cuartel en Schönbrunn. Ahí desfilaba ante él toda clase de inventores, artistas y científicos. Entre ellos apareció Maelzel, quien mostró primero prótesis mecánicas para soldados mutilados. Napoleón quedó impresionado y le sugirió diseñar un carrito plegable para evacuar heridos. Maelzel aceptó y entonces le contó que tenía otra máquina que quizá lo divertiría: un autómata que jugaba al ajedrez, el famoso Turco.
Napoleón, que jugaba al ajedrez desde joven en el Café de la Régence, se intrigó enseguida y concertó una partida para esa misma noche. Había vuelto a Austria para disciplinar una rebelión con un baño de sangre y ahora quería relajarse con este juguete. Las anécdotas cuentan que el emperador, célebre por ser mal perdedor, intentó hacer trampas: mover piezas ilegalmente, ocultar otra o probar jugadas prohibidas para ver si la máquina lo detectaba. El Turco reaccionaba con firmeza: corregía la jugada, derribaba la pieza errónea o reiniciaba el tablero. Incluso se dijo que llegó a barrer todas las piezas ante la insistencia del emperador. Maelzel y los espectadores no podían creer que el muñeco no se dejara ganar por quien era dueño del mundo y de la posibilidad de que ellos siguieran vivos al amanecer. Al final, Napoleón se rió. No era ingenuo. Sabía que el Turco escondía un truco, aunque no logró identificarlo. Por eso lo provocó: para ver si el mecanismo se delataba. Se levantó divertido y le dio la mano al autómata.
Lo que Napoleón no pudo descifrar en la demostración, su hijastro Eugène de Beauharnais terminó comprando. Fue el dueño del Turco luego de Maelzel. Quería saber qué ocultaba la máquina que había desafiado al emperador. El secreto era simple y maravilloso: un ajedrecista de tamaño digamos chicón y de muy mal humor, como para que encima le venga un emperador a burearlo.