Por Ignacio Bisignano
Universidad Nacional de Córdoba – Instituto de Humanidades
Este escrito es una reflexión sobre Vi en el tumulto un deseo parecido (Una viceversa de la forma). Esta presentación es un dispositivo performático dirigido por Javier Pittorino donde se cruzan canciones teatrales, recitados, literatura y psicoanálisis. Inspirado en el escritor Witold Gombrowicz, con reminiscencias de Macedonio Fernández, James Joyce y Oscar Masotta. Palabra y cuerpo se fragmentan en escena sin coordenadas aparentes. La función de la que se escribe ocurrió el sábado 27 de septiembre de 2025 en el Centro Cultural «Funez Cultura» de la ciudad de Córdoba, Argentina.
El espejo y la reflexión
En el espejo se juega todo. El espejo es la presencia del pensamiento en acto, es la Reflexión como la entiende la lengua alemana: acción de reflejar, pensar como tránsito de reflejos. Lo que reflecta es una imagen de la cosa que no es la cosa misma, sino una copia esmerilada. El dispositivo performático de Vi en el tumulto un deseo parecido es un dialogo sin salida entre la realidad y su copia. El instrumento musical se ejecuta y luego se loopea, la voz que el grabador reproduce sobre el micrófono es un registro de una voz del pasado, el texto de Witold Gombrowicz es leído en su idioma original y luego en su copia española. En estos ejercicios se revela que la traducción es un acto imposible, es el intento de ser fiel a un texto abandonando sus elementos originales. La traducción es el reflejo esmerilado de la cosa. Lo paradójico es que quizás no exista un ente “original”, el texto de Gombrowitz es una especie de traducción fallida de lo vital, es un reflejo impotente de un real intraducible.
En ese marco, Javier Pittorino parece cuestionar su “ser originario”. El “yo” se manifiesta como un reflejo, como algo que no termina de auto percibirse, como algo que está fuera de sí mismo, y a la postre ese sí mismo no existe. Se revela la ilusión: el yo es una entidad metafísica inerte, solo se puede ver lo existente a través del reflejo, de la reflexión, de la mediación del espejo. No tenemos ningún punto de partida, lo que hay más bien es un punto de salida y eso es el dispositivo escénico que observamos. Aquí se trata de encontrarse con el afuera, no hay “reconocimiento”, sino lanzamiento a la otredad. No existe cosa fija que se encuentra con otra cosa fija, lo que existe es un espacio que crea puentes de reflejos, reflejos que se reflectan entre sí.
Triángulos defectuosos
La disposición del espacio reflecta la disposición de la guitarra: un triángulo inconcluso y desequilibrado, es el mismo triangulo inconcluso y desequilibrado que transita el actor. El micrófono, el combo Vox y la escalera forman las tres puntas que demarcan la geometría imperfecta del triángulo. El micro-triangulo que tiene el artista entre sus manos, es el reflejo del macro-triangulo espacial, ninguno de los dos es verdadero, lo verdadero ocurre en la relación entre ellos. Pero la guitarra no responde al espacio como un medio ante un fin, el instrumento no es instrumental, no reproduce sonidos, sino que es sonido. Se apaga la distinción forma-contenido, se abandona el formato que postula una cosa original dispuesta a reproducir efectos anexos. La forma es en sí misma un contenido, los elementos potenciales dispuestos a un efecto sonoro son en sí mismos sonoros. No se “toca” algo, el dispositivo se siente en sí mismo. Las cuerdas vibran, el cuerpo del instrumento se golpea más allá de las cuerdas; el pie del artista apoya el botón de la pedalera, y ese acto no es un mero mecanismo que busca un efecto, ese mecanismo provoca una acción, es tensión y atención, no se distingue de lo que viene después (el efecto en la guitarra), sino que interesa por sí mismo.
Autoconciencia de los intersticios
Lo que pasa desapercibido en otras performances, aquí cobra vida. Todos los intersticios, todos los momentos “muertos” y previos a las canciones ahora son inseparables de la totalidad. Un Álbum “en vivo” del evento sería inconducente, las canciones se verían como abstracciones vaciadas de sentido. Todo lo que solía “preparar” el acto, aquí no es más “preparación” sino el acto mismo. El “actor se prepara” diría Stanislavsky y Pittorino también se prepara en un gesto público: se cambia de ropa en escena y “practica” ante la mirada del público. Pero esa práctica no es una mera preparación, esa práctica es lo que se exhibe como valioso. El ensayo es la cosa, no la antesala de la cosa. No hay un salto de afuera hacia adentro, un cambio desde la “no canción” a la “canción”, es todo parte de un mismo despliegue imposible de recortar.
Aquello manifiesta la teatralidad inherente de Vi en el tumulto un deseo parecido. Si el cine es corte y montaje, el teatro es continuidad y transito permanente. En los conciertos tradicionales también existen “los intersticios”, los “momentos muertos”, pero allí se ignoran, se menosprecian o se recortan. En esta ocasión, esos momentos siempre presentes se vuelven consientes, se acentúan y ganan centralidad. Este gesto implica volver autoconsciente lo que siempre se hace. Aquí cobra sentido la famosa y extraña “Autoconciencia” de Hegel: la reflexión de un yo imposible que solo se conoce en el reflejo de la otredad postulando una interrelación sin sustancia.
Un juglar moderno
La persona que canta las canciones es inseparable de su presencia escénica, escuchar el track aislado es una tarea inacabada. El sujeto que canta “De albor a instante” o “La mansión” es siempre el personaje escénico, nunca es Javier Pittorino sin más. El tono de voz del personaje, sus pausas y su acentuación es manifestación de lo que se cocina en la carne total de la escena. El personaje tiene una dicción de cuento maravilloso, parece dispuesto a narrarnos fabulas o leyendas. Sin embargo, aunque se oye como juglar, la huella medieval se ha perdido con la alienación reflexiva de la modernidad, lo que acontece en “Funez Cultura” es efecto de la electricidad y la tecnología sobre la narración mítica. La mediación contemporánea desplaza el discurso narrativo y proposicional para la emergencia del discurso poético. El juglar moderno exhala poesías desprovistas de historia, poesías que aman la Reflexión de la palabra, poesías que reflectan un algo que no estaba dispuesto en el sentido original de las letras escogidas. La poesía es entonces traducción misma, es un dispositivo abierto incapaz de ser calculado, es aquella luz de la linterna sobre el rostro que deja un mar de oscuridad detrás de sí.