Solicitar e Indicar una dirección así como pedir y dar la hora son instituciones de la vida civil que tienen menos futuro que el chiflo de los afiladores. Veamos. Comencemos por la hora. En primer lugar debe decirse que había personas que tenían algo especial en cuanto a que eran más solicitados que otros. No era solamente por tener un reloj importante visible (que lo tenían), sino que inspiraban confianza. Desde luego que negarse a dar la hora era impensable para cualquiera. Pero esta gente era como un sacapuntas del tiempo así que cada mañana solían sincronizarse con la radio, la televisión o algún otro método que era debidamente aclarado en caso de disputa: “tengo la hora del teléfono”, por ejemplo. Se solía dar el fenómeno de que esta gente podía incluso carecer de reloj pero jamás de voluntad sincrónica y entonces era común escucharles decir (y acertar) “¡Justo me dejé el reloj, pero deben ser las cuatro menos diez!”
Algo similar ocurría con la gente a la que uno consultaba por alguna dirección. Se prefería gente que esté anclada por su profesión en algún punto al que se podía regresar con los reproches correspondientes. De todas maneras no era un asunto sencillo por razones culturales. Saber dónde queda algo y saber decirlo son cosas diferentes. Para colmo en algunas ciudades se solía decir “camine cinco minutos”. En otras como la nuestra se decía “siga cinco cuadras”. A su vez estaba el universal “doble en la esquina del almacén”.
Notemos que quien decía “siga cinco minutos” hablaba desde una ciudad que se vive en tiempo, no tanto en distancia. Importa cuánto se tarda, no cuántos metros hay. Esto es muy apropiado en ciudades europeas densas y caminables, como París o Madrid, donde las cuadras no son regulares, las calles se curvan, se abren, se cortan. Ahí el tiempo es una medida más estable que la distancia.
Cuando alguien decía “tres, cuatro, cinco cuadras”, lo hacía en una ciudad pensada como retícula, como grilla. Eso es muy típico de ciudades latinoamericanas planificadas en damero, como Buenos Aires, La Plata o nuestra ciudad de Tucumán.
Finalmente, lo de “doble donde estaba la gomería”, “cruce frente a la iglesia”, “siga hasta el club”, ya no mide por tiempo ni por cuadras, sino por hitos afectivos. Esa es una forma de orientación más antigua: la ciudad como un mapa de recuerdos compartidos. Esto aparece mucho en barrios, pueblos y zonas donde las referencias son personas, negocios, esquinas con historia.
Importa también saber qué sistema tiene el lugar para bautizar calles. La toponimia es la rama del saber que trata con los nombres de las calles, que “se nombran según lo que una sociedad trabaja, venera, teme, recuerda u olvida”. Cada sistema de nombres muestra a su vez una forma de habitar y nos permite pensar cuán estructurada, estable y amigable fue, es o quiere ser una urbe para quienes la habitan y visitan.
En Tucumán conviven todos los impulsos, entre ubicar y confundir. Todavía se pueden ver carteles blancos con números y puntos cardinales: la antigua notación era numerada. Luego se pasó a la forma conmemorativa, es decir, los nombres. Por ejemplo, la actual Las Heras era, según parece, Calle 21 S.O. (Sudoeste). Esa misma calle se llamó hasta mediados del siglo XX Adolfo Alsina, en honor al ministro que mandó cavar la famosa zanja de tres por dos metros y más de cuatrocientos kilómetros de largo. Ahora bien, si uno sigue caminando por la ex 21 S.O., ex Alsina, actual Las Heras hacia el norte, verá que pasa a denominarse Virgen de la Merced. Aunque, en realidad, la llamamos Rivadavia, nombre que recupera unas cuadras más adelante, cuando se cruza Sarmiento, que después se convierte en Belgrano y luego en Perón.
Antes de los celulares era difícil dar y pedir alguna dirección. Pero se perdió con el maps eso de perderse en cada ciudad y a su manera.