Al amanecer del 23 de junio de 1886, el tren que conducía a Domingo Faustino Sarmiento entró en territorio tucumano. "Muéstranme ahora las dobles chimeneas del ingenio San Pablo, las de San Felipe, de Lules, y las leguas que en cuadrilongos ocupan los canales, con las gigantescas y gloriosas columnas miliares que se levantan a largas distancias, pero en todas direcciones, indicando cien (sic) ingenios de azúcar, con su penacho de humo que revela el movimiento de las máquinas dando vida y animación a todo el valle de Tucumán", escribirá en "El Censor".

Decía, en el mismo artículo, que al llegar a la ciudad, "ilustre cuna de nuestra Independencia", el viajero quedaba fascinado "por el espectáculo de aquella vasta campiña que limitan al oeste una serie de montañas escalonadas hasta las cumbres de Tafí, y en cuyas primeras líneas y sus intermedios, crecen aquellos bosques que la literatura ha hecho legendarios por sus bellezas".

Las montañas "cubiertas de bosques que cierran el horizonte al oeste, son dominadas por otras menos cabelludas, y de vez en cuando, coronándose de nieves, dan el espectáculo de montañas nevadas vistas desde llanuras tibias: como veríamos por entre vidrios, desde la estufa, los árboles que mece el vendaval".

Narraba que "los ingenios de azúcar en plena actividad, precisamente en estos meses, embalsaman la tibia atmósfera con los hálitos de azúcar quemada y de caramelo que se escapan de sus millares de calderos en ebullición, cambiando en azúcar la caña pálida como el trigo en los países templados, que pinta a cuadros gigantescos, a guisa de dameros, los grandes espacios cultivados en toda la provincia".