Cuando Alfonso Rúas chequeó su cuenta de mail un sábado a las seis de la mañana y vio que el asunto decía "urgente" se le paró el corazón. Clickeó en el archivo adjunto y se abrió un ticket con destino a Tailandia. Su cuerpo iba a estallar. No podía más de la alegría.
Habían pasado varios meses desde que había desembarcado en Buenos Aires con un bolso y un par de fotos que imitaban un book de esos que los modelos profesionales atesoran con sus mejores tomas y poses. Sistemáticamente lo habían rechazado en todas las agencias, desde las más top hasta las pinches. "Ahora no nos interesa, pero dejanos tu contacto que más adelante te llamamos". La frase la tenían grabada los encargados, socios y secretarias que lo atendían.
Rúas tenía 19 años y su sueño era ser modelo desde que había pisado la pasarela en un shopping para desfilar para la casa de ropa de la madre de un amigo, cuando tenía 14 años.
Después que terminó el secundario en el Gymnasium comenzó a trabajar como recepcionista en un gimnasio y desde el mostrador ya fantaseaba con la idea de probar suerte en Buenos Aires. "Estaba confiadísimo en que iba a conseguir algo. Capaz que algo inflado porque aquí hacía desfiles de vez en cuando", confiesa.
Pero la capital le chupó en tres semanas la poca plata que había llevado y le dejó el espíritu a gatas. "Estaba parando en un hostel y todos los días iba a un ciber a enviar mis fotos a las agencias de otros países. Hasta comencé a salir con una chica y le pedía la notebook para mandar desde el hostel", cuenta y sonríe.
Cuando no le quedó ni un peso se fue a trabajar en la fábrica de conservas de un medio hermano en Rosario. Mientras tanto, su mamá, Carolina Martin, le insistía que volviera y retomara los estudios de Ciencias Económicas que había abandonado después de cursar un par de materias. "No era lo mío, me parecía muy aburrido", confiesa Alfonso.
Lo que ganó ese mes en Rosario lo invirtió en un book más profesional ("el fotógrafo me cobró $500 por hacerlo") y el resto lo guardó para seguir pagando el hostel. Además, consiguió un laburo como lavacopas en un restaurante de Recoleta. "Me decían 'El Tucu' y los mozos me trataban mal. No les contestaba", cuenta. Un día uno de los encargados le ofreció que dejara la cocina y se pusiera en la puerta del restó e invitara a los turistas a pasar. "¿Tenés ropita bien?", le preguntó. Al parecer la imagen de Alfonso y su tonada le resultaban frescas y podía servir para enganchar clientes. También le ofreció alojamiento para que ahorrara lo del hostel, porque se conmovió con su historia de buscavidas.
"Al final me tomaron en una agencia de talentos y un día me dijeron que habían mandado mis fotos a Tailandia", cuenta.
Con un diccionario
Durante semanas cortó clavos hasta que le confirmaron que había quedado seleccionado entre 250 postulantes. Hasta ese momento, ya había cambiado de trabajo y se había mudado a la casa de una amiga de la familia. Un sábado a la madrugada, cuando volvía de una fiesta, abrió la casilla de mail y se dio con el ticket a Tailandia. Lo habían contratado como modelo.
"Me compré un diccionario porque no sabía nada de inglés. Todo el viaje me la pasé traduciendo el contrato y armando frases como 'hola, voy a poner lo mejor de mí estos tres meses'", recuerda.
"Me llevaron a la agencia. En el viaje me encontré con otro argentino y ahí me relajé. La verdad es que muchos me habían dicho que tuviera cuidado", explica. La agencia realmente existía y ese mismo día él y el otro argentino fueron a parar a un departamento con otras modelos. Iban a vivir todos juntos.
La rutina de castings y sesiones de fotos no paró durante esos meses. Alfonso fue conociendo cómo se movía el mercado y consiguió enganchar con otra agencia para pasar unos meses trabajando en Shanghai y luego en Beijing, que dentro de la capital de la moda es lo más fashion de China. Además de los modelos orientales hay muchos brasileños, rusas y polacas.
Así pasaron dos años. Hoy tiene 22 y un pasaporte lleno de sellos y visas de trabajo. Al final su cara occidental encajó muy bien en el mercado asiático.