La pintura que se arroja con impunidad durante el carnaval produce ardor cuando entra en contacto con la piel. Los varones caminan con los torsos desnudos, las mujeres no. Pero todos transpiran porque hace calor y conviene llevar poca ropa. Y como ellos les presumen a ellas -y viceversa-, la témpera se esparce en el aire con frecuencia y se pegotea en el pelo, en los ojos, en el rostro. En el corazón. Y de verdad, quema. Los corsos de la plazoleta Dorrego conformaron esta suerte de obra de arte multitudinaria. Con tantos colores al viento, con tantos cuerpos como lienzos, el espectáculo convocó a un sinnúmero de espectadores, que aprovecharon la caravana de comparsas para hacer lo que -comúnmente- está prohibido durante los días normales.
El espectáculo arrancó el lunes a las 22, en la rotonda que une las avenidas Sáenz Peña y Roca, y se extendió hasta las 6 de ayer, cuando el sol asomaba en el horizonte. Cuando los aerosoles de espuma se desparramaban vacíos a lo largo de la calle. Cuando las brasas que habían utilizado los choripaneros se apagaban en las veredas.
El trayecto del desfile se extendió desde la plazoleta hasta Las Heras. En cada extremo había una ambulancia con la luz de la sirena encendida. Los anteojos luminosos y los sables samurai que emitían destellos multicolores se vendieron bien. Y, de alguna manera, le añadieron un toque futurista a la tradición telúrica.
"Mirá mi acting, chabón", gritó Nelson Ramos, que toca el güiro en la batucada "Nueva Vida". El joven de 17 años se disfrazó del Guasón; sus compañeros de orquesta también. Había altoparlantes que reproducían música desde el escenario principal, ubicado en la calle Entre Ríos. Pero se oía poco y nada. El trémolo de los tambores sonaba más fuerte, retumbaba en el tórax e incitaba a realizar contorsiones corporales que iban más allá del baile.
"Despejate. Viví. Aprendé que, a pesar de todo lo malo, se puede ser feliz al ritmo de las comparsas", definió Iván Rodríguez, el acróbata extremo que se disfrazó de perro para la murga "Sol Naciente", de barrio Echeverría. Su optimismo contagiaba y sus piruetas mortales, a un metro del suelo, dejaron en vilo al público.
La caravana de batucadas, murgas y comparsas se movía a lo largo de la avenida Roca. Mientras tanto, en el carril contrario se vivía otro carnaval: los pokers abiertos, con sus carteles luminosos; la cerveza al alcance de la boca (los vendedores ambulantes vendían el litro a $ 15 y lo servían en vasos de plástico) y el muestrario de motocicletas estacionadas en cualquier lugar indicaban que los corsos no eran el único atractivo de la noche. Besos apasionados y desaprensivos entre parejas enchastradas, violencia verbal entre "decanos" y "santos", borrachos de fiesta fumando cigarrillos variados y patotas malintencionadas que arrojaban nieve artificial debajo de las polleras bautizaron ese carril alternativo.
"Nos quedamos hasta que termine", exclamaron al unísono Sabrina y Micaela Corpus, Maxi Prado, Pilar Segura, Tomás Guzmán, Nicolás Beltrán y Patricio Fernández, mientras emprendían una especie de misión militar. Su objetivo era derrotar a la pandilla que les había declarado la guerra con bombuchas, baldazos de agua y arcilla. Los chicos, de entre 14 y 16 años, prefirieron obviar la pasarela de las comparsas y se sumergieron de lleno en esa batalla inocente. Rolo Codina fue uno de los tantos vendedores de algodón de azúcar que se atrincheró en el tramo sur de la avenida Roca. Cuando supo cómo venía la mano envolvió la mercadería con bolsas de plástico. "El año pasado me ensuciaron todo con pintura y pude vender poco. Ya tomé precauciones", contó.
El humo de los choripanes que se cocinaban en medio de la calle, sobre parrillas improvisadas, se coló en los festejos y el olor a asado fue dominante.
"Nada grande se puede hacer con la tristeza", rezaba el lema de los corsos capitalinos. "Los simpatizantes de Boca, levanten las manos... Ahora, los de River", alentó Domingo Moyano, locutor radial y conductor del desfile. "Hay que mantener despierta a la gente. Es un evento que dura muchas horas y tengo la obligación de levantarles el ánimo a los pasistas", explicó, y al rato volvió a agarrar el micrófono.
El espíritu circense se apoderó de los bailarines y fueron los gigantes de zancos y los diablos carnavaleros que escupían fuego por la boca los que pusieron en marcha el ritual. "Siempre vengo. Traemos la parrilla en la combi y trabajamos hasta que sale el sol. Vivimos viajando de una fiesta a otra", contó Andrés Campo, choripanero, mientras desarmaba su puesto a las 6. Sostenía una bolsa repleta de chorizos verdes, azules y rosas. ¿Estaban podridos? Para nada. Muy a su pesar, el eterno carnaval de la plazoleta Dorrego los había pintado. Y los tambores todavía retumbaban en su pecho, a pesar de que a esa hora ya no se oía ninguno.