Silencio. No hay nada más duro y triste que el pesado silencio que se siente en el funeral de un niño. Y casi siempre se cuela la pregunta: ¿por qué? La misma inquietud que esta semana el Papa Francisco lanzó entre el desconcierto y la preocupación: "¿por qué mueren los chicos?"
En nuestras calles, en nuestros hospitales, la respuesta tiene palabras dolorosas: son muertes que en la mitad de los casos están atravesadas por la violencia. Y pueden ser evitadas. Las salas de terapia tienen cada vez más camas destinadas a pequeños que han sido víctimas de choques. Ese maldito, trágico y mal llamado "accidente" de tránsito se ha convertido en el principal enemigo de los chicos.
Son muertes inesperadas. Impactan. Duelen. Asustan. Pero también nos ofrecen la posibilidad de aprender, de escuchar, de tomar nota. Primero: los niños no tienen la capacidad física ni mental para protegerse. Dependen de nosotros, los adultos. Y resulta paradójico que, mientras cuidamos que no les falte la comida en el plato y que tengan un celular moderno, no nos importe que viajen en el auto sin cinturón de seguridad.
Cuando son bebés, si lloran, los sacamos de la sillita y los ponemos en nuestros brazos, en el asiento delantero. Eso es puro amor. Hasta que nos sorprende la tragedia. Y, de nuevo, nos preguntamos por qué. Los chicos son rehenes de nuestras decisiones. Les hacemos asumir riesgos. Los llevamos de pie en las motos. O sentados atrás, siempre sin casco. Ellos van felices, disfrutando del aire que les acaricia el rostro sonriente.
No es falta de amor. Es falta de conciencia. Queremos verlos gozar, querer, sentir, expresar, decir, abrazar, oler, degustar, mirar, caminar, reír. No queremos que nada malo les pase. Nos cuesta pensar que algo malo les puede pasar. Ese es el problema.