Cuando los aplausos se apagan, él sonríe. En el anfiteatro del Hospital Padilla acaban de leer su currículum. “Es como si mi mamá dijera lo bueno que soy... Qué va a decir -la mira: está en la tercera fila. Este hospital es mi casa, me quieren... y hablan bien de mí”, dice el oncólogo tucumano Ernesto Gil Deza. Carcajadas. Muchos en el público son médicos; algunos, fueron compañeros en ese mismo hospital. Y saben que, como lo dice su currículum, Ernesto fue medalla de oro del colegio, y también de la Facultad de Medicina de la UNT. Se formó como oncólogo con el equipo de Reinaldo Chacón en el Hospital Güemes (después de haber ganado esa residencia y las otras dos a las que se presentó). Trabajó con Chacón muchos años, y hoy es director de Investigación y docencia del Instituto Henry Moore, la primera institución de referencia en nuestro país y en Latinoamérica de atención ambulatoria de pacientes oncológicos certificada bajo normas ISO.

Activamente comprometido en la divulgación de temas relacionados con su especialidad, su vocación más fuerte es la atención del paciente terminal. Uno de sus libros más conocidos es “Verdad versus veredicto - La comunicación en oncología. Una guía para médicos, enfermeros, pacientes y familiares”.

En casa
Ernesto ha vuelto “a casa” (al hospital, a Tucumán) como el médico humanista que es. Denise León, hija de una paciente, presentaba el libro que escribió mientras su madre peleaba contra el cáncer. Ese es el contexto de la escena del hospital: Ernesto no habla de cáncer, habla de poesía y de historia; del sentido de la vida y de lo que aprende de sus pacientes. En su discurso aparecen su fe cristiana (“Lo único valioso que tengo y cuya pérdida me haría temblar es la fe”) y su enorme respeto por la judía. Y, aunque no lo diga explícitamente, cualquiera que lo escuche se dará cuenta de que, como a Unamuno, nada de lo humano le es ajeno.

No es sencillo contar todo lo que él, más que decir, pensó en voz alta, en la presentación del libro y en su posterior charla con LA GACETA. Pero algo quedó claro desde el principio: es un médico que apuesta por la palabra, “lo más humano que existe”, afirma rotundo. “Y estoy seguro de que la palabra nació cantada; nació de la necesidad de una madre de arrullar a un niño que sufre”, asegura. Y a poco de andar marca un sesgo de una palabra particular: “los médicos no somos responsables de la ‘mala noticia’; pero somos totalmente responsables del modo en que comunicamos esa noticia”, asegura, y es una de las pocas veces que su rostro se pone serio... muy serio. “El saber técnico-científico ya no es patrimonio exclusivo de los médicos: cada paper está en Internet. Hoy nuestra fortaleza está en el saber clínico, en lo que escuchamos, en lo que tocan nuestras manos, en lo que decimos... Allí sí somos indispensables. Y si no tenemos extremo cuidado, incluso una buena noticia puede transformarse en una mala experiencia -añade-. Para las palabras también hay dosis, formas de administración, instrucciones de uso; las palabras son el primer medicamento. Y tampoco tenemos que despreciar el valor de simplemente acompañar en silencio”.

Aprender todos los días
Quizás no sea totalmente consciente de ello, pero cuenta su historia como médico y esta se entrelaza una y otra vez con la de sus pacientes. Son más de mil lo que acompañé hasta la muerte, pero también son muchos lo que se curaron”, cuenta y reconoce que “le gusta” su trabajo con pacientes terminales. “Sí, la expresión ‘me gusta’ es correcta; siento que soy más útil en esas ocasiones. Según mi criterio, la función del médico no es tanto luchar contra la enfermedad sino cuidar al enfermo y hacer que su vida, no importa cuanto dure, sea lo más plena posible. Y esto me transmite mucha tranquilidad, serenidad, paz. Con estos pacientes aprendo a vivir”, reconoce.

Durante toda la charla mantiene el humor y la serenidad. “Eduardo era un artista, pintaba -cuenta-. Con él comencé a aprender que la enfermedad te concentra, te saca todo lo que no sos, te coloca en el centro y, cuando lográs entenderlo, te libera”.

Poder optar
El ceño de sus oyentes se frunce de incredulidad. Explica: “Tenemos un pasado que no podemos cambiar y un futuro que es totalmente incierto. La palabra cáncer, que muchas veces, suena a condena, te libera de estas dos anclas. Por primera vez se valora lo que se daba por hecho”. Y añade: “con la mirada en un supuesto destino, puede parecer que hay solo dos opciones: vencer a la enfermedad o sucumbir. Pero es posible desplegar lo que alguien llamó un portfolio de emociones, y entonces se podrá sentir el placer del viaje. Y por eso puedo decir “me gusta”. Acompañar a mis pacientes en ese viaje, cuando ellos se han apropiado de su modo de hacer ese viaje, me ayuda a crecer, todos los días”.