Amarillo. Rojo. Verde. Amarillo. Rojo. Verde. Amarillo. Rojo. Verde. Y así, infinitas veces. Segundos. Minutos. Horas. Días. La interminable secuencia de colores le avisan a Carlos, el hombre de cartón, que el mundo no ha parado.
El semáforo le da el sustento y la supervivencia. Una decena de cajas de cartón amontonadas en la vereda componen su precario hogar. Un pedazo de plástico negro es su techo. Amarillo. Rojo. Verde. Amarillo. Rojo. Verde. Un billete de dos pesos llega hasta su mano. Amarillo. Rojo. Verde. Un automovilista generoso le deja una bolsita con alfajores de maicena. Escoge uno del montón y le propina una generosa mordida.
Comienza a llover. El hombre de cartón corre hasta su refugio. Graniza. Las piedras de hielo agujerean el hule. Se cubre la cabeza con sus manos. Las rocas heladas enrojecen sus manos. Duelen como si fueran estalactitas endiabladas. Tremendo vendaval. Su casita se desintegra. Carlos corre afligido hacia la estación de servicio ubicada al frente del Parque 9 de Julio. Ingresa al bar de la expendedora de combustible y pide un café con leche. Bebe de pie. Piensa. Come otro alfajorcito.
Un recuerdo de la infancia lo invade. Entra en una especie de trance. Se encuentra parado en la puerta de su antigua vivienda familiar. Luego ingresa a su dormitorio. En la cocina, su madre prepara milanesas. En el dormitorio de los niños está él jugando con su hermana. Improvisan una choza con las colchas y las camas. Ríen felices. Su mamá los llama para comer. Carlos vuelve en sí. El café con leche ya se terminó y la lluvia también. Comienza a juntar las cajas que quedaron esparcidas por la vereda tras la tormenta. Amarillo. Rojo. Verde. Amarillo. Rojo. Verde. Amarillo. Rojo. Verde. El hombre de cartón vuelve al semáforo, su lugar en este mundo.