Entonces aparece él con el dedo en alto en la pantalla y la siesta pone pausa. El señor Rial, policía y juez del Feudo del Chimento, tiene algo para decir.
Dice que lo atacaron y que con él no se joroba. Que los responsables del supuesto final de su relación amorosa la tendrán que pagar y que lo harán según sus propias reglas: el escrache, el escarbar en datos íntimos, no importa si son o no verídicos. Lo importante es que vendan, que impacten, que dañen la imagen, que alimenten el morbo. Y no interesa si él mismo se muestra como el más despechado y resentido de los hombres. A él nadie lo toca.
Rial amenazando en vivo a un tucumano con nombre, apellido y foto en la televisión abierta sonaba a escarmiento. Era como esos “correctivos” que los mafiosos se ven “obligados” a aplicar para que los enemigos comprendan quién tiene la fuerza más grande. Y la contradicción era insostenible: mientras por una cámara trataba de convencer al público que a él lo único que le interesa es que la Justicia haga justicia, por la otra amedrentaba a su “agresor” diciendo que tiene en su poder valiosa información que daría a conocer “en pocos minutos”.
Esos supuestos datos nunca aparecieron, por lo que es probable que ni siquiera existan. Pero ese no es el problema. El problema es que alguna parte de la audiencia opinaba que está bien, que los autores de semejante osadía “se la banquen”. Porque si alguien fue capaz de dar a conocer su charla íntima con Marianela Mirra, él tiene piedra libre para hacer lo propio. Y mientras Doña Rosa asumía como normal la reacción del chimentero, en la calle otros tantos ejercían la venganza por las violaciones sufridas y por las que vendrán.
Como si el periodismo no estuviera lo suficientemente vapuleado y banalizado –por propios y extraños-, apareció Rial fomentando la venganza abierta y pública. Para peor, se trata de una venganza personal convertida en show. Tal vez esté fundando un nuevo género televisivo, bien acorde a los tiempos que corren. ¿Seremos capaces de cambiar de canal a tiempo?