“El calor quemaba la piel de la cara y las manos, que es lo único que escapa al hiyab (la vestimenta típica de las mujeres en Irak). El termómetro oscilaba entre los 48 y 49°C y eso que todavía faltaban dos meses para que empiece el verano”. Es lo primero que recuerda Eugenia Marteau cuando piensa en la experiencia más amarga de su vida como neonatóloga. No es que hubiera pretendido comodidad ni mucho menos. De hecho, inscripta como voluntaria en la organización Médicos sin Fronteras, soñaba con ir al Congo, uno de los países más pobres del África, pero el azar (por sorteo) decidió que su destino sería Irak.
Najaf queda a 160 km al sur de Bagdad, la capital de Irak. A Eugenia Marteau le tocó trabajar en el hospital Al Zahara, materno infantil con 23.000 nacimientos al año y más de 40 cesáreas por día, con un mínimo de personal. “El 45% de los prematuros no sobrevive”, dispara la pediatra neonatóloga tucumana, radicada en Buenos Aires.
“Al principio, uno no entiende por qué un país que es el principal productor de petróleo del mundo, donde hay que quemarlo para controlar su precio, tiene que pedir ayuda humanitaria. Pero cuando uno llega allá y se da con la escasez de formación de los médicos y las enfermeras y la falta de materiales, comprende por qué está ahí. Cuesta entender esta cultura; comprender, por ejemplo, que los médicos no tienen permitido salir del país a formarse afuera, y por eso mismo no cuentan con formadores”, relata.
Entrar al hospital a diario ameritaba respirar hondo, tomar coraje y sacar fuerzas: “apenas uno entra se encuentra con los pasillos y halls llenos de gente tirada en el piso, sentada o acostada, rezando, hablando, comiendo o sólo descansando. El piso siempre está muy sucio”.
Pero el momento más crítico es ingresar a la Terapia Intensiva de Neo. “Nunca sabías qué ibas a encontrar, ya que las muertes allí se vuelven silenciosas y sin causa. El cuerpo de enfermería está poco formado. Por las mañanas es frecuente encontrar a los pacientes sin higiene adecuada, muchos sin haber sido alimentados, incluyendo a prematuros. También he encontrado bebés muertos en sus incubadoras y ningún enfermero se había percatado de que su paciente estaba sin vida”, detalla. “Abundan las muertes sin causa, durante la mañana varios están con hipoglucemia ya que los enfermeros de la noche no los alimentan porque son pocos y dicen que tienen mucho trabajo”, agrega sin sonreír.
“Pedí cambio de enfermería, me dijeron que es imposible. Solicité hablar con los supervisores pero ellos saben de la situación y son parte del sistema. Hablé con el Jefe del Servicio, él sabe la situación pero no ve una solución. Durante casi dos meses intenté varias estrategias para disminuir la mortalidad neonatal y no me permitieron llevarlas a cabo. Nunca entendí por qué en un país tan rico en petróleo no hay dinero para el equipamiento básico de una terapia intensiva”, protesta.
“Con todo, fue una experiencia enriquecedora desde el punto de vista humano”, dice. Ella era la única médica del equipo integrado por 14 enfermeros de 10 países diferentes.
Los dos meses que estuvo en Irak (mayo y junio de 2013) le bastaron para descubrir que hay diferencias entre los países árabes. “El mundo chiita (al que pertenece Irak) es más cerrado que Jordania, por ejemplo, que es sunita, y donde las mujeres van a la universidad. En Najaf hay una sola biblioteca pero no está abierta al público. La gente tiene poco acceso a los libros simplemente porque no ingresan al país; los que hay son muy pocos”, lamenta.
De alguna manera, la joven médica comprende “a esta población que pasó por dos guerras y está resignada”. En el hospital de Najar el primer tema del día no es la salud, sino la seguridad. “Cuando llegamos habían aumentado las bombas y había una especie de toque de queda, no se podía salir a ningún lado. Todos los días nos informaban las novedades en tema seguridad. Eso sí, la organización no nos dejaban solos en ningún momento, íbamos con chofer a todos lados. Y te confieso: recién cuando volvés a la Argentina te das cuenta dónde has estado”, resume.