Hay una cámara (o varias) allí y, se sabe, el mandato es deslumbrarla. Está bien: en pos de ese precepto se han hecho cosas asombrosas en la historia de la televisión, desde una autopsia a un extraterrestre hasta sexo bonitamente camuflado bajo la excusa de una coreografía. Tras su estreno, el domingo, parece claro que el bastón en el que se apoyará “MasterChef” para embobar a las cámaras es la impiedad de su jurado. Nada nuevo ni escandaloso hasta ahí, teniendo en cuenta que la crueldad abunda en la pantalla y que tampoco nos gustan los jueces complacientes en exceso (¿a cuántos cientos de finalistas dejaron pasar los de “Soñando por cantar”?). Lo discutible del ciclo, o al menos de su primer envío, es que recurre tanto a ese bastón que lo tuerce de modo amenazante y, al final, uno no sabe si está frente a tres jueces muy exigentes o a tres cocineros que no saben medir los límites de la verosimilitud.
El programa estreno mostró la larga sesión en la que Donato de Santis, Germán Martitegui y Christophe Krywonis seleccionaron a los participantes del reality que pone a competir a un grupo de cocineros amateurs. Los interesados entraban al estudio empujando las mesas rodantes en las que reposaba la materia prima de sus platos y, en no más de cinco minutos, debían presentarse, terminar de cocinar y servir el menú. Los comentarios ácidos de los observadores podían sucederse en cualquiera de esas etapas e iban desde la apariencia física del postulante o su actitud frente a las cámaras (“pareces un payaso”, increparon a uno que trataba de disolver en chistes su nerviosismo) hasta su modo de manejar las cacerolas y, por supuesto, su habilidad para preparar comida exquisita.
A diferencia de otras ediciones del mismo programa, en el que el grado de bondad/maldad está más repartido entre los jueces, pareciera que en la versión argentina los tres están de acuerdo en incomodar al participante (un poco también al espectador). Hay una suerte de principio implícito que reza “me caerás mal hasta que se demuestre lo contrario”. Y se esfuerza tanto la tríada en obedecer a esa norma que a veces empalaga al televidente.
Lo exagerado del acting de los chefs maestros no reside tanto en el tenor de sus devoluciones (“te falta mucho para alcanzar el nivel que pedimos”, “intentá de nuevo el año que viene” o “parece que no te has enterado que ‘MasterChef’ ya empezó” fueron algunas de las más repetidas), sino más bien en lo paralingüístico. Antes de probar cualquier plato, por ejemplo, Krywonis se parará ante el evaluado y lo mirará a los ojos durante varios segundos, mirada que no todos son capaces de sostener. El gesto es adusto y parece decir “tenés suerte de que pruebe lo que cocinaste”; no se requiere mucho zoom para observar cómo se forman, mientras tanto, las gotas de sudor en la frente de los postulantes.
Tensiones similares ocurren cuando, una vez masticado el bocado, alguno de los chefs se limpia la boca y tira despectivamente la servilleta sobre el plato o cuando (¡oh calamidad!) llegan a encontrar un pelo en medio de un carré de cerdo.
El otro extremo
La maldad inflada de MasterChef Argentina encuentra sus puntos de equilibrio con bloques de benevolencia inflada. Ocurrió cuando el jurado reconsideró su sentencia para aceptar a una participante que en primera instancia había rechazado y, sobre todo, cuando entró en escena el que, se sabe desde ya, será “el participante del pueblo”. Sólo hizo falta ver llegar a Oscar “Toto” Fernández, un promotor social de la Villa 21 que cocinó guiso, para saber que sería inmediatamente aceptado y venerado por el tribunal. No hubo reproches ni ironías para él y, de hecho, fue el único participante cuya historia se exhibió: la producción lo filmó abrazándose a niños en la villa y mostró la parroquia en la cual aprendió sus recetas.
Si los programas de TV pueden equipararse a los platos, para el próximo capítulo de este reality haría falta una mejor mezcla de los sabores extremos.