Por Alejandro Duchini | Para LA GACETA - Buenos Aires
Contar en Argentina con la presencia de Paul Auster y J.M. Coetzee, dos de los más prestigiosos escritores del mundo, no es algo que se produzca seguido. Y justamente, durante el fin de semana pasado, ambos cumplieron en estas tierras con una serie de compromisos que tuvo su punto más alto de convocatoria en la Feria del Libro, en Buenos Aires, con motivo de una charla pública. La expectativa generada fue tal que alrededor de 1.000 personas colmaron la Sala Jorge Luis Borges y otras tantas observaban el encuentro ante una pantalla gigante ubicada a unos metros.
Sin embargo, la anunciada conversación entre Auster, Premio Príncipe de Asturias 2006, y Coetzee, Nobel 2003, terminó siendo una lectura de algunas de las cartas intercambiadas entre 2008 y 2011, y publicadas en el libro Aquí y ahora, editado de manera conjunta por Anagrama y Sudamericana. Pero tan grande es la devoción que despertaron en los presentes que para muchos daba lo mismo que fuese una charla o una lectura. Lo importante era tenerlos ahí, casi al alcance de la mano.
Auster dio el puntapié inicial recordando sus encuentros con Charlton Heston (actor al que desprecia) tras lo cual señaló las casualidades que los cruzaron con una diferencia de pocos días. “¿Te suceden estas cosas? ¿O sólo me pasan a mí?”, preguntó el escritor que a lo largo de su obra hizo hincapié en el azar y la causalidad. Coetzee habló de las competencias deportivas: “No me gustan las visiones del deporte en las que hay que ganar porque todo es vida o muerte”, opinó mientras algunos de los presentes estaban más expectantes de atestiguar su presencia en la sala a través de Twitter o pugnaban por la mejor foto desde sus sillas.
“Crecemos con los nombres que nos han dado hasta que no damos cuenta de que somos esos nombres”, señaló luego el autor de La invención de la soledad. “No tengo la menor idea de qué les pasará a mis personajes después de que termine una novela”, leyó Coetzee.
Dar sin parar
Las lecturas se prolongaron durante una hora en la que se escucharon conceptos más que interesantes. Como el que señaló el sudafricano al hablar del proceso de escritura: “Sé que dicen pavadas románticas sobre la vida del escritor, sobre la desesperación de enfrentarse a la página en blanco, sobre la angustia de la inspiración que no llega, sobre las rachas impredecibles, y no fiables, de creación febril e insomne, sobre la inseguridad agobiante e inquebrantable, etcétera. Pero no son del todo pavadas, ¿vedad? Escribir es una cuestión de dar y dar sin parar, sin respiro”. “Jamás me consideré un valiente”, leyó Auster también al hablar de cómo escribe; en su caso tras contar cómo es su máquina Olimpia “con la que me ensucio las manos al correr la cinta” y resumir que la habitación en la que trabaja tiene muchas ventanas y, por ende, es luminosa.
Ni al principio ni al final se les escatimaron aplausos. Ni siquiera cuando se despidieron de una manera fría, cuasi distante, de un público que en todo momento les dio calor. Porque cuando había pasado alrededor de una hora y cuarto, Coetzee leyó “el mundo sigue enviándonos sorpresas y nosotros seguimos aprendiendo”. En unos pocos segundos se miraron, juntaron sus hojas impresas con los textos de sus cartas, observaron al público y, en medio de los plausos, apenas inclinaron la cabeza, se levantaron y se fueron.
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