Por Roberto Cortés Conde - Para LA GACETA - Buenos Aires
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, con su legado de millones de muertos y los horripilantes crímenes de la Alemania nazi, la calificación de fascista que, en realidad sólo correspondía a la experiencia italiana, se acuñó para designar al nazismo u otros regímenes autoritarios como los de Franco y Salazar. Era un término ambiguo pero cómodo que se vinculó a las corrientes de extrema derecha. Porque la Unión Soviética había hecho la contribución mayor a la guerra contra la Alemania nazi, con el sacrificio de su población, se sintió justificada para usar con exceso el calificativo de fascista a todo el que se le opusiera. Hannah Arendt, que escribió sobre las experiencias totalitarias en el siglo XX, utilizó esa expresión para incluir la de la Unión Soviética.
Es cierto que los estados totalitarios, en su origen, se apoyaron en pensamientos de extrema derecha, nostálgicos del orden y de las jerarquías que buscaron recuperar los valores de un pasado idealizado de una comunidad. nacional. Los conflictos entre países fueron contemporáneos con la tardía formación de los estados nacionales en Italia y en Alemania (donde se reivindicaba una nación étnica y lingüística) en las últimas décadas del siglo XIX, que terminaron en guerras y coincidieron con la ascendente participación de las masas. Las frustraciones que resultaron de una sociedad cambiante, crecientemente secularizada, despertaron rechazos y resentimientos, entre otros, contra los ajenos al grupo o a la nación. Por otro lado, la política había cambiado. La intervención de las multitudes –se decía- hacía imposible los gobiernos de élites como los del siglo XIX. En la era de las masas, el análisis racional era reemplazado por emociones y mitos que los líderes populares debían explotar, desechando el debate racional, para despertarlos con modernas tecnologías comunicacionales.
La Primera Guerra Mundial cambió el mundo occidental. Fue una crisis profunda y perdurable. Millones de personas vivieron los horrores de los campos de batalla y los dóciles y aislados campesinos volvieron con una visión del mundo distinta, como se vio en la derrotada Rusia Zarista. Cayeron los imperios austrohúngaro y otomano, y la monarquía alemana. Pero también cambió la noción del estado, que tuvo una intervención inédita no solo en la economía sino en la vida toda. Fue quizá la primera experiencia de un socialismo de guerra.
Mientras que la corriente autoritaria de derecha en Francia surgió como reacción frente a la derrota de 1870, que despertó los sentimientos antialemanes y anticosmopolitas, en Alemania resultó del resentimiento provocado por la humillación de Versalles en 1919 , y en Italia con la apelación al irredentismo. En cambio, desde la izquierda fue, aún antes de la guerra, una reacción frente a la crisis del marxismo. La experiencia del capitalismo occidental, que durante la larga depresión de 1870 a 1895 parecía trastabillar en reiteradas crisis que anunciaban su fin, a la vuelta del siglo mostró señales de renovada vida y una fuerte expansión. Por otra parte la clase obrera no parecía sufrir, como a los comienzos de la revolución industrial, de una progresiva inmiseración, sino que parecía más interesada en participar en los beneficios del capitalismo que en la revolución del proletariado. Ese desengaño llevó a la división del movimiento socialista. En Alemania se optó por una posición reformista aceptando las normas de la sociedad política, visión que a lo largo del siglo fue dominante en la socialdemocracia occidental. Un grupo más pequeño que triunfó en Rusia, y que tuvo algunos otros ensayos en Europa, optó por la técnica del golpe de estado llevado a cabo por una élite clandestina. En Rusia la revolución del proletariado fue un mito, el arma cultural legitimizante de una cruda explotación del poder que continuó las tradiciones zaristas. Ello concluyó en la práctica totalitaria del socialismo real, dibujada como nadie en el 1984 de George Orwell. La tercera corriente fue de los de que, convencidos de la inutilidad de apoyar la lucha de clases (en la que la mayoría de los obreros no estaba interesada), buscó reemplazarla, en la Europa resentida, por la lucha de la comunidad nacional contra los que la habían postergado y explotado, convergiendo así con la derecha autoritaria. Esas corrientes, a pesar de sus grandes diferencias, coincidieron en rechazar la herencia cultural del racionalismo.
“Democracia popular”
Con la derrota del nazismo en 1945, esas tendencias quedaron descalificadas y todos se proclamaron partidarios de la democracia. Concluida la Segunda Guerra y bajo la fuerte presión de los Estados Unidos, se desmembraron los imperios coloniales. Con mayor o menor resistencia los anticolonialistas lograron imponer gobiernos propios. Esa lucha implicó una reivindicación de culturas, tradiciones políticas, y en algunos casos religiosas, lo que importó el rechazo a las europeas, incluyendo las del iluminismo y el pensamiento racional. La apelación a símbolos y a mitos fue importante en la confrontación cultural antioccidental. Pero lo curioso es que esos esquemas tuvieron una fuerte repercusión en América Latina (especialmente tras la revolución cubana), aunque sus guerras de la independencia en el siglo XIX se libraron mayormente entre europeos (americanos con los de la metrópoli). En la retórica antimperialista se buscaron recuperar valores de un pasado anacrónico o inexistente, rechazando el cosmopolitismo; a las potencias extranjeros, sus socios locales y a los llegados de otros países; a la democracia representativa clásica y al pensamiento racional.
La política sería el campo para dirimir el conflicto entre los que pertenecían a la nación, el pueblo, y los otros, sus enemigos, lo que culminaría con un cambio en el poder sin reversión, excluyendo la alternancia. Solo el caudillo, el jefe, se identificaba con su pueblo y no los intermediarios de una falsa y estéril democracia representativa. La democracia popular, así definida, suponía una relación mística entre la masa y el caudillo plebiscitado que la interpretaba.
El Occidente latinoamericano asistió a esquemas culturales de sociedades distintas y en los movimientos de extrema izquierda que lograron prevalecer sobre el socialismo democrático que se veía demasiado orientado a los imperialistas de Occidente o a los seguidores disciplinados de Moscú. Esa influencia del pensamiento autoritario, renovado en la lucha anticolonial, frustró en América Latina que la socialdemocracia lograra el éxito que tuvo en Europa occidental.
Replanteo
La segunda crisis del marxismo con la implosión de la Unión Soviética en 1990 agregó nuevos elementos al mundo posmoderno. Si el socialismo real no solo había fracasado, ¿cómo hacerse del poder para producir un cambio revolucionario? Si ya la clase obrera (cada vez más parecida a la media en un mundo desindustrializado) ya no produciría el cambio ni era visible un conflicto armado en defensa de la nación, ¿ dónde estaban los agentes del cambio? Se propuso buscarlos entre los postergados, los resentidos por un mundo donde el progreso parecía que no les llegaba. Mientras que para Marx la identificación era de clase y en la lucha colonial, las notables diferencias entre la población nativa y la de las potencias coloniales hacia finales del siglo XX, el conflicto se daba en un plano donde dominaban los factores culturales. Los postergados (grupos, regiones o naciones) se definían en relación a los otros, los beneficiarios del progreso y la globalización. Se necesitaba buscar elementos simbólicos que caracterizarían al enemigo para lograr la identificación propia. El resentimiento era una emoción apoyada en el mito de que los que más habían progresado habían robado sus recursos a los postergados.
Se había vuelto al punto inicial de principios del siglo XX. Se proclamaba un nacionalismo extremo, anticosmopolita y antirracional. La democracia representativa se reemplazaba por la mítica identificación con el líder que expresaba a su pueblo y tenía un poder sin límites porque cualquiera que pretendiera ponerlos se convertía en enemigo de la causa popular. Esa interpretación importaba un pacto irrevocable de sumisión al líder, lo que de hecho implicaba terminar con la democracia misma.
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Roberto Cortés Conde - Profesor Emérito Universidad de San Andrés