“He recordado en varias ocasiones y escritos míos, las gratas sensaciones que a mi llegada, por julio de 1871, recibí de las gentes y las cosas tucumanas”, escribía Paul Groussac en 1919, en “Los que pasaban”, dentro del capítulo dedicado a Nicolás Avellaneda.
“La dulzura del invierno subtropical, la caricia del sol en un ambiente perfumado de azahar y aroma, la amable llaneza de las relaciones sociales, las excursiones a los ingenios azucareros, con su elaboración todavía primitiva; las funciones teatrales en una galería del Colegio, por alumnos y profesores, la ‘misa del gobierno’ los domingos, con la retreta en la plaza, y las tertulias caseras organizadas ‘in situ’ y sin más preámbulos: ese conjunto de sencillez decente creaba un ambiente moral tan agradable como el físico”, escribía Groussac. Y si ese ambiente físico “apenas se enturbiaba, en la estación invernal, con alguna neblina momentánea”, el ambiente moral tampoco se maleaba “con la inevitable chismografía, que es la trampa lugareña en que inevitablemente cae al principio el forastero criado en ciudad grande”.A la llegada, se sucedieron “las visitas de personajes graves” -principiando por el gobernador Uladislao Frías- a quienes Groussac venía recomendado. Y después llegaron las criadas portando bandejas, que reiteraban el estribillo “que velay le manda la señora a su merced, y que dispense”. Eran “ingenuos mensajes recitados con voz de cantante y brazos en cruz, y que no dejaban de amenizar los ojos de azabache y la ‘simpa’ oscilando sobre la cintura de la mensajera”