Durante los últimos años del siglo XIX y primeros del XX, fray Lindor Falcón gozó de gran prestigio en nuestro convento franciscano. Era tucumano, nacido el 31 de julio de 1871, hijo de Tiburcio Falcón y de María Porcel. Alberto Tena lo describió en la revista porteña “Fray Mocho”, en la edición del 27 de setiembre de 1912.
En esa época, Falcón ya estaba postrado en una silla de ruedas. Tena lo describía. “En un sillón de enfermo, en el fondo del patio, bajo un rayo de sol, se descubre un rostro inmóvil y unos ojos ágiles detrás de unos anteojos antiguos”. Un rostro “enérgico, blanquísimo y de mejillas tersas. El resto de la figura no es más que un hábito pardo y un gran capuchón que sombrea una frente con surcos profundos”.
Era “uno de los más viejos de la casa”, autor de varias poesías en latín. “Hizo de su vida un culto del sacrificio. Los que le conocen desde tiempo atrás, afirman no haberlo visto reírse jamás”. Sin embargo, “no es un ser triste ni taciturno. Hay en su cara un signo de piedad que le da una consagración de anacoreta apacible”.
“Buen filósofo, comentador de San Agustín y de Kempis, lector de la orden y traductor de Horacio, conocedor de la vida y de los milagros de San Francisco, es de una tolerancia espiritual digna de un gran patriarca”. De joven y antes de la parálisis, “gustaba de usar una dialéctica teologal sobre los pecados y las virtudes terrestres ante sus cofrades absortes, bajo el silencio frío del refectorio”. Ahora, se encarga de la contabilidad del convento y lee incansablemente los viejos documentos de su archivo. El padre Falcón murió poco después de publicado este artículo, el 19 de abril de 1913.