Aunque las cosas se llamen de otro modo, y los nombres cambien con el tiempo, siempre se ha entendido a los grafittis como una manifestación de libre expresión, sea de la que se tratare. Y desde que fueron encontrados algunos de los más antiguos, en los baños públicos de Termas de Caracalla, por ejemplo.
En los subtes de Nueva York o en el Mayo Francés, pero también en el Instituto Di Tella (Buenos Aires), estos “garabatos” (tanto escritura como imagen, en la que la misma escritura se puede leer como imagen), se han tomado como revolucionarios o contestatarios, al menos. La instalación de un baño (obra de Roberto Plate), motivó la clausura de “Experiencias de 1968” (y del mismo Di Tella un par de años después), cuando el público escribió consignas en su interior, algo que el general Onganía no toleró. No puede dejar de recordarse ingeniosas frases como “la imaginación al poder”.
Los ejemplos sobran, y no hay ciudad que no tenga su historia con los grafiteros, tan perseguidos en distintas épocas, al punto que sus trabajos hoy las autoridades los califican de “vandalismo”. Por qué, entonces, no la tendría Tucumán, cuando las pintadas del tal Colirio sorprendían cada mañana en los 80.
Pero ese contenido revulsivo, hipercrítico, parece haberse perdido: el street art y/o arte urbano, se ha acomodado al mercado: las obras han sido absorbidas por las leyes de la oferta y la demanda (como entiende Elian Chali que sucedió con el máximo exponente internacional, Banksy), y gran parte de esos artistas han sido cooptados por el Estado o las empresas, que entretienen a sus clientes durante lujosos workshops en hoteles cinco estrellas.
Hace pocos años, las gruesas y geométricas letras y cargados colores que veíamos pintadas en las paredes, pasaron a “adornar” o “embellecer” los camiones de recolección de residuos.
Seguramente, como ha pasado con otros movimientos, en la historia del arte quedará registrado como una expresión que fuera resignificada en el tiempo y cuyo contenido fuera castrado. Vale recordarlo cuando se cumplen 25 años de la caída del Muro de Berlín, un verdadero testimonio donde se manifestaron con sus grafittis los artistas neoexpresionistas.
Desde este punto de vista, entonces, tal vez sea interesante observar estas obras con independencia de lo que representan: es decir, mirar qué presentan. Porque de hecho, crean otra realidad y modifican, parcialmente, la existente.
Un criticado simbolista del siglo XIX, Maurice Denis, aconsejaba: “Recuérdese que el cuadro antes que un caballo, una mujer, una flor, es esencialmente una superficie plana cubierta de colores dispuestos en cierto orden”.
Los debates sobre la “misión social” del arte han levantado tempestades. Pero en el caso particular del grafitti, para nada se puede descartar que, a la vuelta de los años, regrese con su poderosa carga contracultural. El arte y los artistas no siempre se dejan seducir por el poder, y en muchas situaciones las obras asumen el sentido que les dan los receptores y se independizan de su autor.
El mural que Elian dejó realizado en Villa 9 de Julio, pues, rompe con la estética (si podría hablarse de ella) del barrio. Sin considerar ningún juicio de valor, escuchar hablar de Malevich por esas calles, no es poca cosa. Hay una ruptura de un cierto equilibrio que, en este caso, lo produce el arte y no la arquitectura. Linkea, obviamente, con el urbanismo.
Se puede no creerle a Banksy, pero, ¿qué les sucede a los receptores ante sus obras?