Siempre me he preguntado en voz baja por qué los jugadores de fútbol se casan jóvenes, casi adolescentes. A los 17 o 18 años, cuando debutan en primera división deciden conformar una familia y tener muchos hijos. Como si una fuerza externa los apurara a concretar algo. Y bueno, será que, quizás, el futbolista tiene una vida deportiva corta y a los 35 años ya es un veterano. ¿Tendrá eso algo que ver? ¿Será que ellos descubrieron que los gránulos de arena caen de manera más rápida en el reloj de su existencia? ¿Estará allí su respuesta? Porque también están aquellos jóvenes, treintañeros en su mayoría, que a la inversa deciden postergar para “más adelante” la paternidad, sea esta biológica o adoptiva. Aclaro que esta reflexión no es una crítica hacia nadie. Porque cada uno decide hacer con su vida lo que le plazca. De ninguna manera la intención es hablar desde el púlpito de la moral y las buenas costumbres. Pero de manera recurrente me invade esta idea, sobre esta tendencia actual -¿será mundial?- de los jóvenes maduros de posponer la decisión de trascender en ese otro llamado hijo.
Una vez le pregunté a un compañero de trabajo -treintañero él- si tenía ganas de ser papá. Respondió tajantemente que no se sentía preparado. Que apenas podía criar al loro que tenía como mascota. La misma pregunta se la formulé a otra compañera de trabajo, también treintañera ella. Me contestó que traer un hijo al mundo requería de mucha responsabilidad. Y que apenas estaba en condiciones criar a su perra salchicha.
Los dos treintañeros dejaron algo bien en claro: que las convenciones sociales ya no pesan tanto como antes.