El lugar de su nacimiento es una gran incógnita. Algunos sostienen que fue en Fécamp, Bout-Menteux, Francia, el 5 de agosto de 1850. Otros, en el lóbrego castillo de Miromesnil, en Tourville-sur-Arques. Sin embargo, el verdadero misterio en la vida del genial escritor francés Guy de Maupassant no se circunscribe a una simple duda geográfica, sino a su muerte y las razones que lo llevaron paulatinamente a la locura. Estos misterios confluyen en su obra, principalmente en sus cuentos, que transmiten con gran realismo lo sórdido y cruel de la esencia humana. Leerlos no sólo es una revelación, sino también una manera de adentrarnos en los arcanos de literatura gala.
Otro grande de las letras, Gustave Flaubert, lo apadrinó en 1867. Fue él quien le abrió las puertas del mundillo literario al presentarle a hombres de la talla de Iván Turgénev y Émile Zola. En 1880 apareció la primera gran obra de Maupassant, titulada “Bola de sebo”, un relato realista que se publicó en un trabajo del propio Zola: “Las veladas de Médan”.
Esta primera aparición convirtió a Maupassant en la nueva promesa del relato francés. Le siguieron alrededor de trescientos cuentos más, casi siempre relacionados con sus temas predilectos: la campiña de Normandía, la burguesía, la burocracia, la guerra, y acaso los dos tópicos más recurrentes de su obra: el amor y la locura.
Sin embargo, al llegar a su madurez, Maupassant fue abandonando poco a poco algunos de estos elementos de su obra en favor de aquellos que se vinculaban con su enfermedad, sífilis, cuyos síntomas escalofriantes se reflejaron en historias como “El horla” “¿Quién sabe?” y “La noche”.
Su estilo pasó del realismo a una expresión nerviosa, flexible, llena de exclamaciones y signos de interrogación; en los que algunos biógrafos creen entrever una terrible obsesión con la muerte y la locura.
La oscuridad
Este miedo no es sólo especulativo, sino concreto. Sabe que su enfermedad lo llevará a una muerte rápida, aunque antes deberá pasar por la alienación y la locura.
Aburrido del tedio diario, se dedicó a viajar. Escribió sin descanso mientras afrontaba enfermedades imaginarias que corrían parejas con sus enfermedades reales -padecía terribles jaquecas- y se habituó al uso del éter, del opio y del hachís. A medida que pasaba el tiempo su hipocondría iba en aumento y las señales de un desequilibrio que jamás afectó su memoria, se precipitó.
Esta es la diferencia fundamental entre Guy de Maupassant y otros maestros del cuento de terror, como M.R. James, E.F. Benson, E.T.A. Hoffmann y Algernon Blackwood, entre otros, y la misma que lo acerca a hombres como H.P. Lovecraft y E.A. Poe. Maupassant no era un escritor que imaginaba el horror, sino que lo vivía diariamente de la peor manera.
Por esa misma razón, sus cuentos expresan una angustia real, interna e irreversible. En “El horla”, por ejemplo, esa angustia se materializa en el plano real, borrando definitivamente los límites entre la cordura y la alucinación.
Ya en el ocaso de su vida, Guy de Maupassant sufrió una fuerte crisis nerviosa. El 1 de enero de 1892 intentó suicidarse, aunque fracasó miserablemente. Luego de esta experiencia escribió: “Tengo miedo de mí mismo. Tengo miedo del miedo, pero sobre todo, tengo miedo de la espantosa confusión de mi espíritu, de mi cordura, la cual ya no puedo dominar”.
Finalmente fue recluido en una clínica parisina, donde mantuvo largas conversaciones con el doctor Blanche, una eminencia en asuntos nerviosos. Algunos especulan que estas charlas lograron convencer al médico de que el mejor camino para un escritor acechado por la locura es la muerte.
Casi un año después, Maupassant apareció muerto en su habitación. Las causas de su deceso son hasta hoy desconocidas. Algunos conjeturan que se debió a un desajuste en los medicamentos que consumía; otros que ese desajuste fue acordado con su médico de cabecera. Su cuerpo descansa en el cementerio de Montparnasse, en París. Y su obra sigue latiendo aún, como una gema en medio del lodo.