Rick Lyman © 2015 New York Times
SUBOTICA, Serbia.- La llaman “la selva”, pero realmente es sólo una maraña de senderos de terrazas a través de árboles raquíticos cerca de una fábrica de ladrillos abandonada. Entre 150 y 200 personas -mayormente hombres con una pequeña cantidad de familias- se arremolinan en grupos discretos en espacios de un campamento dispersos, la mayoría tendidas sobre cobertores polvorientos, y la tierra se ve ennegrecida aquí y allá por los restos de fogatas nocturnas anteriores. “Tenemos gente de Irak, Pakistán, Irán, Afganistán, Eritrea, Somalia, Marruecos”, dice Mohamd, de 42 años de edad, un ex camionero de una fábrica cercana a Aleppo, Siria, que espera llegar a Holanda. “¿Me olvido de alguien?” Su primo, Walid, de 45 años, restregó su gastada sandalia en la arcilla endurecida. “¿Argelia?” Mohamd le hizo un gesto con la mano. “Ese grupo se fue hacia Hungría hace dos noches”, dijo. “No los hemos visto regresar aún”.
Como la guerra continúa plagando al Medio Oriente y Afganistán, y miles siguen tratando de huir de la agobiante pobreza de África, la oleada de refugiados e inmigrantes que esperan llegar a Europa Occidental no muestra signos de menguar este verano.
Durante los últimos años, la ruta más popular ha sido a través del Mediterráneo en barcos operados por contrabandistas libios que se dirigen a las islas más cercanas frente a la costa italiana. Pero conforme esa ruta se ha vuelto cada vez más peligrosa -la variedad de amenazas incluye ahogamientos, abandono por parte de contrabandistas poco escrupulosos y acciones represivas por parte de patrullas fronterizas europeas- la ola humana está cambiando.
Cada vez más, los inmigrantes están siguiendo una ruta terrestre hacia Europa vía Grecia y el Oeste de los Balcanes. Pero el cruce alternativo conlleva otros peligros: violencia, explotación, intolerancia.
Aunque la mayoría de los países europeos se sienten abrumados por la oleada, lo que aviva una reacción contra los inmigrantes en muchos lugares, países de Europa Oriental como Hungría, Serbia y Bulgaria son considerados particularmente hostiles. Sin embargo, los inmigrantes siguen viniendo.
Mohamd, como más de dos docenas de inmigrantes entrevistados en la fábrica de ladrillos y otros sitios a lo largo de la frontera con Hungría, declinó dar su apellido por temor a represalias contra familiares que se quedaron atrás y las autoridades poco acogedoras en el camino por delante. Su historia es común a la de muchos. Dejó Siria el 16 de mayo, se abrió paso a través de Turquía y cruzó la frontera hacia Grecia. A lo largo del camino, quizá hizo cortos viajes en autobús o kilómetros cubiertos por tren. Pero, para muchos de los inmigrantes -incluidos casi todos los entrevistados en la fábrica de ladrillos-, la travesía fue realizada en gran medida a pie. Siguen las líneas de ferrocarril o los caminos recorridos por los contrabandistas o transmitidos por la cadena de comunicaciones con refugiados más adelantados. Para un ave, el viaje desde Damasco, Siria, hasta Szeged, nada más cruzando la frontera húngara, es de 1.900 kilómetros. Desde Kabul, Afganistán, es de 4,300 kilómetros. Sin embargo, la ruta del inmigrante rara vez es la más directa.
La travesía desde Aleppo, Siria, hasta Szeged, es de 1.800 kilómetros en ruta directa, pero más de 2.400 kilómetros por carreteras, y más que eso para eludir los riesgosos retenes y seguir los serpenteantes senderos boscosos y líneas férreas. “Yo tomé algunos trenes y un autobús en distancias cortas”, dijo Mohamd. “Pero, mayormente, caminamos”.
Le tomó 10 días cruzar Grecia. Macedonia la atravesó rápidamente, pero ha estado estancado en Serbia por un mes. Dos veces se coló hacia Hungría y fue rápidamente arrestado, pasando 16 días en la cárcel la primera vez y cinco la siguiente. También obtuvo un documento oficial que le prohíbe entrar al país durante tres años.
“Trataré de nuevo esta noche o mañana”, dijo, encogiéndose de hombros. “¿Qué más puedo hacer? Ya no hay vida en Siria, sólo bombardeos”. En un reciente informe de Amnistía Internacional, la organización reconoció los peligros de la ruta terrestre.
“Los refugiados enfrentan obstáculos considerables para acceder al asilo en cualquier país a lo largo de su recorrido”, según el informe. “Los refugiados e inmigrantes por igual están en constante riesgo de explotación, detención arbitraria y maltrato”.
La localidad húngara de Asotthalom se ubica en el punto donde la autopista nacional se acerca más a la frontera, no lejos de la fábrica de ladrillos. Su alcalde, Laszlo Toroczkai, un ex activista en un grupo juvenil antisemita que desde entonces se ha unido al partido derechista Jobbik, ha atraído la atención nacional por su fiera oposición a la ola de inmigrantes.
“Realmente respeto el islamismo”, dijo, sentado en su pequeña y escasamente decorada oficina en el ayuntamiento. “Pero Europa no es un continente del Islam. Esa es la razón de que los hubiéramos combatido en la Edad Media, para expulsarlos”. Aunque Hungría tiene la responsabilidad de ocuparse de los refugiados genuinos, dijo, cree que muchos de los que cruzan hacia Hungría son simplemente inmigrantes ilegales que buscan una vida mejor en una sociedad más abierta. Se atribuye a Toroczkai proponer la idea de construir una cerca a lo largo de toda la frontera de Hungría con Serbia, que se extiende más de 160 kilómetros; algo que el gobierno actual ha empezado a hacer. “No es importante quién tuvo primero la idea”, señala. “Para mí, lo importante es proteger a la ciudad, al país y a Europa”.
En la pequeña localidad serbia de Kanjiza, varios kilómetros al Este de Subotica, un grupo de inmigrantes ligeramente más adinerados se reunieron en un parque al lado de la estación de autobuses.
La caminata a través de la frontera hacia Szeged, la tercera ciudad más grande de Hungría es de sólo 32 kilómetros. Muchos de ellos dijeron que, a diferencia de los que acampan en la fábrica de ladrillos, aún tenían dinero para dormir en hoteles, y para pagar precios mayores a contrabandistas dignos de confianza.
Annas, de 26 años de edad, un estudiante de ingeniería mecánica de Damasco, se refugió en la bochornosa sombra. “Los militares sirios querían incorporarme al servicio militar”, dijo, “así que escapé”. Pandillas de serbios acosan a los grupos pequeños de inmigrantes en la zona fronteriza, relató. “Si son sólo cuatro o cinco, lo pierden todo. Esa es la razón de que viajemos en grupos de 50”. Describió el plan: partirían en menos de una hora y tratarían de llegar a Szeged poco después de la medianoche. Se sabe de un puesto de taxis con autos que esperan cada noche entre las 3 y las 5 de la mañana, para llevar a cualquiera con 100 euros durante un recorrido de dos horas hacia el Norte hasta Budapest, sin hacer preguntas. Desde ahí, minivans continuarían el recorrido hacia Alemania por otros 400 euros por persona.
Un joven con una barba puntiaguda gritó una orden y el grupo se levantó, reunió sus pertenencias y cruzó apresuradamente una calle cercana. Lentamente, pasaron por una cuadra de casas, a través de un parque vacío y colina arriba hacia un lago deslumbrante. Continuaron cruzando por un terreno de juego donde algunos niños pateaban una pelota de fútbol contra una puerta de metal, y avanzando a lo largo de un terraplén hacia una choza distante de donde salía humo, antes de girar y desaparecer en el bosque. “Realmente me interesan”, asegura Tibor Varga, un ministro cristiano evangélico cuya Misión de Encuentro de Europa Oriental en Subotica ha estado reuniendo comida y agua para los inmigrantes en la fábrica de ladrillos. “Quiero conocer su historia”. Europa ha entrado en una era post-cristiana, aseguró, y para él el islamismo es parte del mal, junto con la homosexualidad y el aborto. “El castigo se aproxima”, dice. Pero con suerte y un trato decente, los inmigrantes bien podrían adoptar “los valores europeos”, insistió. “Todos tomamos nuestra propias decisiones sobre cómo reaccionaremos hacia ellos”, sentencia. “Es una prueba de humanidad. En esta forma, verá, todos están pasando sus exámenes”.