Se cuentan por decenas de miles los tucumanos que no conocen otra realidad que la democrática. Los nacidos en 1983 son hoy adultos, miembros de una generación que creció y vive guarecida por los derechos que la Constitución confiere a todos y cada uno de los argentinos. Es una noticia extraordinaria que no suele valorarse en su justa medida. Para un país que dedicó medio siglo a coleccionar dictaduras, algunas atroces, estos 32 años de continuidad institucional constituyen una conquista que la sociedad aprendió a valorar. De allí que cada elección, con sus matices y marcas de época, sea en esencia una fiesta ciudadana.
El voto secreto y obligatorio sale ensobrado del cuarto oscuro rumbo a la urna. Es una expresión libre que traduce pretensiones, humores y castigos sociales. Es el mismo pueblo que alternativamente colocó al comando de su destino a Fernando Riera, a José Domato, a Ramón Ortega, a Antonio Bussi, a Julio Miranda y a José Alperovich. La marcha de 32 años continuará con un nuevo timonel, elegido al amparo de la ley y ungido por el soberano. Son perogrulladas en países respetuosos de sus instituciones, no en una democracia como la nuestra, tan joven como la generación del 83 y siempre perfectible.
El sistema electoral tucumano va directo al grano si de la elección de gobernador se habla. Gana el que consigue más porotos y punto; no hay primarias ni balotajes. Es una disposición de la Constitución reformada que eliminó el antiguo colegio electoral y clausuró la posibilidad de que candidatos que no habían quedado primeros (como Lázaro Barbieri o el propio Domato) asumieran traccionados por acuerdos políticos. Es una señal de respeto a la voluntad popular, que está cada vez más atenta al cuidado de sus intereses. El compromiso ciudadano con su presente y con su futuro está atado a esos derechos y obligaciones que la Constitución subraya. Votar es involucrarse, pero no implica desentenderse. Así como el sistema electoral limpia de sinuosidades el camino a la gobernación, mantiene la enrevesada y polémica multitud de acoples, gatopardista vuelta de tuerca a la extinta Ley de Lemas.
Quedó dicho: nuestra democracia necesita y debe ser perfeccionada para que la fiesta de los 32 años se extienda con la forma de avances concretos hacia la calidad institucional. Ahí juega el tucumano empoderado por su voto y por su pertenencia al cuerpo social. Para alcanzar algunos logros hace falta poner el cuerpo, la voluntad y la inteligencia, por ejemplo controlando de cerca las decisiones que toman las autoridades. Un pueblo atento y movilizado es aquel que hace de la participación un ejercicio permanente. Lo escribió el pensador Noam Chomsky: “si no desarrollás una cultura democrática constante y viva, capaz de implicar a los candidatos, ellos no van a hacer las cosas por las que los votaste. Apretar un botón y luego marcharse a casita no va a cambiar las cosas”.
Cada elección propone una instancia superadora porque hay una historia que la precede y la dota de discursos y sentidos. La de hoy se anota en la hoja de ruta democrática que el país y la provincia transitan desde hace más de tres décadas, condimentada por la presencia del Bicentenario a la vuelta de la esquina y enmarcada por la compleja situación socioeconómica que marca a Tucumán desde hace 50 años. Pero siempre el voto, por más dudas que genere el panorama, proporcionará un margen para la ilusión. Colorear un domingo de cuarto de oscuro con pinceladas celebratorias no deja de ser un lugar común desde la restauración democrática. Que sean infinitos entonces los lugares comunes, porque de la más preciada y contundente de las herramientas ciudadanas se trata.